Mi querida Big-Bang,

Acabo de tomarme una infusión de hierbas varias del prado, con la esperanza de que alguna tenga efectos alucinógenos. Podía haber seguido el ejemplo de Marilyn con las pastillacas, mucho más dramático y glamouroso, pero en Asturias pasan de las lánguidas con voz de gata ronca, aunque le canten el “Happy birthday” al presidente ése que tienen con problemas de próstata.

No, no es un intento de suicidio. Sólo quiero un viaje lisérgico al Caribe, con su sol calentorro y sus negros solícitos. Y ahora no me vengas con que soy racista. Una mujer desesperada que mira al cielo y sólo ve color gris panza de burro tiene licencia para el comentario chungo, digo yo.

Anoche sucedió algo que todavía me escuece. Era la gran cita, la fiesta más esperada del verano. La de los vecinos del uptown del pueblo (o sea, los que tienen las casas según subes la cuesta a la izquierda). Cada invitado debía llevar alguna vianda, tema libre. Así que, tras darle muchas vueltas y dudar entre pato a la naranja y foie a la reducción de Pedro Ximénez, opté por la ensaladilla rusa de toda la vida. “Un valor seguro”, me dije.

Y al colmado me fui, como Caperucita, con la cesta y la lista de los ingredientes. Compré de todo, sin escatimar, y cocí pacientemente las patatas mientras le daba al vinillo y escuchaba “Eva María se fue”. En un frenesí culinario yo pelaba, cortaba, removía y, hora y media más tarde, extenuada,tenía delante de mí dos enormes fuentes de ensaladilla decoradas como un cuadro de Miró. De concurso, diría.

Convencida de mi éxito y tras negociar con las niñas ducha a cambio de chuches, las engalané con sus mejores looks y allá que fuimos. Medio centenar de desconocidos se ponían ciegos en torno a dos mesas llenas de quesos, membrillo, canapés, tortilla, caldereta de bonito y todo lo que un estómago ansioso y astur puede soñar si además le pones cerca unas sidriñas. Tímidamente dejé una ensaladilla acá y otra allá. Nada, era como si no las vieran. Tímidamente me acerqué y les quité el plastiquillo, por si no atacaban las fuentes por timidez. Nada. En esto que se me acercó un conocido para darme palique y yo seguí como pude la conversación, sin poder apartar el rabillo del ojo de mis ensaladillas, que parecían tener una valla electrificada alrededor.

Dos horas después tuve que admitir mi derrota. Los cincuenta estaban ahítos y ya no iban a probar un bocado más. Mi hija Irene, que es de las que no se cortan, soltó con voz perfectamente audible un: “mamá, vaya éxito que han tenido tus ensaladillas” y esa fue la señal. Agarré una fuente, le ordené a la adolescente bocazas que cogiera la otra y pusimos pies en polvorosa jurando que nunca más volveríamos a participar en un evento semejante. Clara, la pequeña, se metió en el coche, echó un último vistazo a las ensaladillas y masculló el colofón de este relato: “¿Y para ésto nos hemos tenido que duchar?”.