La rueda de mi coche, ayer

Ayer la rueda de mi coche reventó en plena A-6. Hoy pienso que el destino me está mandando un mensaje reiterado: deshazte de tu coche y contrata right now los servicios de un chófer cariñoso. Se lo he comentado a las Chukis y están de acuerdo.

Ayer, digo, abandoné una comida de Navidad sin probar el gin tonic ni los deliciosos mojitos de P. “Tengo que recoger a mi hija en un cumpleaños”. Era de noche y al ir me había perdido, en una exhibición más de esa profecía autocumplida recurrente. Así que puse el Tom-Tom de vuelta y mi amiga y yo nos dispusimos a perdernos con GPS y buen humor.

A los pocos kilómetros mi coche de comercial de éxito empezó a vibrar. Raro, raro. ¿No te extraña ese ruido?, le decía a mi amiga. “No sé, yo de coches no entiendo”. “Ni yo…”. Un rato después noté que el coche se me iba hacia un lado y pude desviarme al arcén. Al salir, olor a chamusquina y una rueda trasera reventada como si el increíble Hulk la hubiera destrozado a dentelladas. El tráfico en la carretera de entrada a Madrid era constante y veloz, y nosotras buscábamos entre el maletero lleno de sombrillas y enseres de playa el kit chaleco y triángulos, sin estrenar.

-Estamos en la A-6, KM 27, informé al de la grúa. O no sé muy bien.
-¿Qué ve desde ahí, señora?
-Un neón que pone “Global”
-Imposible. En el Km 27 no hay neones.
-Pues búsqueme si no le parece mal. Soy un coche negro de comercial de éxito reventado en el arcén con dos señoras juveniles dentro maldiciendo su suerte y un maletero lleno de porquería o mierda que podría pasar la prueba de Carbono 14  y un triángulo reflectante que se cae a unos metros que no recuerdo si son los reglamentarios, pero son pocos porque me daba pánico andar más por el arcén.

Siguiendo el protocolo del desastre en carretera llamé a mi hermano pequeño para que recogiera a Minichuki en el cumpleaños, y a mi adolescente para que me esperara en casa: “No tengo la llave, mami”. Por supuesto que no. La ley de Murphy se inventó para mi familia. Llamé de nuevo a mi hermano, San Javier en adelante, para que recogiera a la pánfila olvidadiza que se parece a su madre que soy yo y le diera la llave de casa. Y mientras mi amiga y yo comentábamos cómo era nuestra vida hace quince años, cuando no tenías móvil ni GPS y te pasaba esto mismo.

Llegó el de la grúa. Un tipo gordito, marroquí y rezongón. “Se ha comido la rueda, sí”. Cargó el coche con toda parsimonia mientras C. y yo tiritábamos de frío. Subimos a la grúa con la excitación de viajar por primera vez en una cabina de camionero, y el hombre buscó un lugar recoleto para proceder a poner la rueda de repuesto.

-¿Seguro que tiene rueda de repuesto?
-Seguro, seguro…

Murphy, el condenado, quiso darle emoción al momento. Había rueda debajo de las sombrillas, las palas y las aletas del verano, sí. Y parecía de las buenas, a simple vista. Pero en el kit no estaba el tornillo antirobo. El marroquí seguía rezongando: “Sin tornillo, no hacemos nada”. Así que registré mi coche en la oscuridad como si fuera el de El Vaquilla después de un golpe a una joyería de Fuenlabrada. Saqué gomas del pelo, chuches pegajosas, botellas de agua a medio beber y una ingente cantidad de basura tóxica familiar que me hubiera sonrojado en otras circunstancias. Ni rastro del tornillo. El gruísta, resoplando: “Hay que volver a subir el coche a la grúa. Arriba, señoras”.

Aquello parecía una cámara oculta. “Ahora es cuando llega en violador del descampado y nos remata”, pensé.

“Señora, deme la llave del coche”. ¿Qué llave?, la llave la tiene usted”. “No, señora, se la he dado porque la doy siempre para evitar que se queden dentro de los coches” (el marroquí estaba irritado, casi mosqueado conmigo. Nos estábamos arriesgado a que se pirara y nos dejara heladas en un punto de Majadahonda sin neones ni más señales a la vista que un pinar y tres contenedores de basura donde los cuerpos de mi amiga y el mío cabían de sobra. Yo veía el final tenebroso mientras volcaba el contenido de mi bolso XXL ante la mirada del marroquí, que se atrevió a opinar sobre la “cantidad de cosas que lleva dentro”: Strepsils, llaves, cuatro barras de labios en distintos rojos, un collar, Paracetamol (“Paraceltelamol, lo llaman los cubanos”, había sido el chiste de JM en la comida), monedas, una multa de Gallardón, crema solar, gafas de sol, tickets de taxis, un perfume, otro perfume, el cargador del móvil cuatro bolis…) El gruísta miraba con avidez e impaciencia.

Lo que viene siendo la Ley de Murphy

Las llaves, por supuesto, estaban en el bolsillo de mi abrigo. 

Volvimos a subir a la cabina de la grúa. “Nos lleva a casa, imagino”, dije. “Negativo. La compañía sólo paga un servicio”. “Pues ya le digo yo que no nos va a dejar tiradas”, respondí midiendo mi chulería al recordar los contenedores. Al final, tras llamar a la compañía, mi amiga y yo terminamos en un hotel de carretera ideal para infieles de tercera regional  que hubiera hecho las delicias de Anthony Perkins y esperamos al taxi con los pies helados.

Tres horas después del inicio de la aventura, llegaba a casa y mis chukinas me abrazaban con una mezcla de compasión e ironía: “Mamá, yo creo que lo tuyo con el coche es una maldición”. Y sí, mi adolescente ahí lo clavó porque es perspicaz como ella sola. Y tras decidir pedirme a los Reyes un chófer tierno con navegador  me di cuenta de que podíamos habernos matado y que fue una suerte haber parado en el arcén y no estar sola. Y que Murphy, mi viejo amigo, había estado porculero ma non troppo. Y que montar en grúa es un anhelo infantil que ya he cumplido. Y que debo hacer limpieza de mi coche, de mi bolso y de mi vida. Y cuando termine, beberme ese mojito por el frío que pasamos. Por la suerte que tuvimos…