Me aburren las conversaciones prefabricadas. Y no estoy libre de culpa, desde luego. A veces te ves sumergida en una de ellas y para cuando quieres salir, ya es tarde. Te ha atrapado en su viscosidad sin proteínas y, lo que es peor, eres uno de sus artífices, un cómplice que no saldrá libre de cargos

La charla de ascensor tiene un pase porque dura unos segundos.  Es inolora, incolora y estúpida.

Y sin embargo, necesaria.

Lo más excitante es que en una cena que a priori arranca prefabricada surja un debate insólito. Que un hombre con el que habitualmente sólo tienes un tema y casi te llevas las preguntas preparadas como a una entrevista, te sorprenda con la revelación aparentemente gris.

La cosa es que tiene bajo su cargo al mejor expediente de la historia de la ingeniería. Un tipo joven, rápido, ambicioso y absolutamente brillante. Y es obvio que la situación le inquieta a él, que es también inteligente y que se ha sentado a la mesa con regalos amorosos para una niña (“para la aventura”, “para la creatividad” “para la inteligencia”, rezan los carteles adheridos al cada uno)  y un regalo insólito para la otra: se trata de una cartulina con fórmulas matemáticas que no entiendo, trazadas con absoluta pulcritul y, al final, las inicales de su autor. “Míralo despacio y verás por qué te equivocaste en ese problema”, le indica. Y ella hace un gesto de “vaya regalito” pero se lo mete apresurada al bolso.

Eva al desnudo

-¿Te inquieta que sea tan listo un subordinado?, quiero saber, y engancho un rollito de sushi coronado con pez mantequilla. Delicioso.
-Es inquietante, sí, a veces me cuesta seguirle. Y él, por cierto, me hace mucho la pelota. ¿Te sirvo más vino? Asiento.

Le digo que detesto a los pelotas (no suelen ser muy listos. El listo que te hace la pelota es un actor en busca de un sueño. Un “Eva al desnudo”, tal vez). Le digo -mientras bebo un sorbo de ese vino rico- que me excita rodearme de gente más inteligente. De personas que estiren mi cerebro exhausto, que alumbren vetas  que yo no vi. Me mira y asiente, aunque poco convencido. Y la pequeña suelta una de las suyas.

-Vamos, que es más listo que tú, papi. ¡Pues vaya!
Y la mayor, tras coger carrerilla, le hace los coros: “¿Crees que te robará tu puesto, que ya no serás el más jefe?”.

El miedo a que otro brille más es un trend topic en las oficinas. Quien destaca es una ficha que altera todo el sistema del tablero y desencadena inquietantes movimientos que no estaban previstos. La enana suelta entonces que este año también se va a apuntar a ajedrez. Su hermana ha elegido el yoga y ahora su padre le explica que necesita hacer algo con sudor.

-Vente a correr conmigo, le invito en lo que ya es para nosotras una charla de ascensor.
-Ni lo sueñes. Odio correr. (Juro que estas dos frases las hemos pronunciado/repetido no menos de una treintena de veces en los últimos tiempos, como un guión de director maniático que no permite que sus actores alteren una sola coma)

Odia correr, pero le interesa el tema de los seres superiores. Relata que en su clase de inglés hay una chica que siempre tiene la respuesta a punto, que se esfuerza lo mínimo y saca invariablemente un diez.  “Yo no soy tonta, verás, y le dije: ¿no serás una superdotada de esas, verdad?”.

Nos reímos los cuatro y entonces la camarera, china como ella sola, trae a la mesa un plato con helado, nata y lichis que no habíamos pedido. El padre enciende la vela, la enana –Minichuki, of course- sopla con cierto sonrojo y le cantamos todos el cumpleaños feliz, capitaneado el coro por la encantadora china y su jefe, el dueño del restaurante, que ha aparecido de súbito con varios regalitos envueltos en celofán. Un tipo caucásico con los pelos peinados como Espinete y toneladas de gomina. El grupo es extraño y concita las miradas del comedor. Más cuando al terminar el canto la china se lanza a besar a la cumpleañera con febril entusiasmo.

-“Vosotros sois una familia feliz”, nos dice envolviéndonos a los cuatro con la mirada.

La sonreímos  y al salir nos despedimos sin beso, pero contentos de sentirnos familia. Que no se me ocurre un mejor padre para mis chukis. Que el mejor hombre, lo creo firmemente, es ese con el que construyes cuando todo se ha dinamitado. A distancia, pero con un hilo que no se rompe.

Y la noche nos engulle a cada uno en su portal, en su casa y en su cama.  Ligeros y desengrasados como una de esas charlas anodinas que en el fondo son el cemento imprescindible de las relaciones, de las familias y de las oficinas.