Mi querida Big-Bang:

Últimamente los hombres me huyen, no sin antes llamarme frívola. Quieren encontrar en mí a una intelectual de sólida formación, capaz de recitar a Homero y discutir vivamente sobre la mediocridad de la clase dominante mientras halago su vanidad con dos o tres comentarios hiperbólicos y un mohín sensual y definitivo . A cambio, se encuentran con una tipejilla alegre y pizpireta, siempre al día de los prospectos de las cremas de belleza y de otras fruslerías de amplio interés humano.

Ya lo decía mi abuela: “Cuidadito con los hombres, que te piden una cosa pero siempre quieren otra”. De ahí que, cada vez que nos llevaba al cine a mi hermana y a mí, asomaba un cuello de jirafa para comprobar si a nuestro lado se había sentado uno de esos sátiros. En caso afirmativo, se levantaba con sus cien kilos de humanidad y nos cambiaba el sitio, no sin antes dedicarle al pobre hombre una mirada de amplio espectro disuasorio.

Tu antecesor en el diván solía decirme: tú tienes dos opciones, el hombre navaja suiza, con mil accesorios, que siempre intentará competir contigo, y el hombre navaja de campo, simple y efectivo, que te adorará y aburrirá a partes iguales. ¿No existe el hombre Thermomix?, preguntaba yo?. “Sí, pero no es para las que, como tú, se niegan a leer los manuales de instrucciones”.

Yo leía y leía a los clásicos, a los malditos, a los beat, a los Carver, a las Woolf y Beauviour, a los Amis y hasta a los Camus, con la idea de ir curtiéndome en la cosa de la comprensión humana. Pero luego abría el Pronto a escondidas de mi abuela (que a su vez lo escondía en la mesilla de su cuarto, para bebérselo de noche), y encontraba unas historias truculentas de real life que ríete de los escritores consagrados.

Mi favorita era la sección: “Me sucedió a mí”, donde una mujer siempre terminaba liada con su cuñado, una suegra con su consuegro y una nuera con el caniche de su hermano. Aquello sí que eran historias tórridas, escritas con tinta de lagrimas. Sin corrector ortográfico ni sintáctico, pero con toda la furia de la verdad.

Entendí que la vida es pura víscera aromatizada con unas gotas de cultura, y me entregué frenética a la causa, con cierto éxito -he de decir- y algunos revolcones de importancia que me han llevado a la UCI varias veces y de los que aún conservo cicatrices. Eso, y una agudeza tal que me permite espantar a los moscones que examinan mi armario cerebral con la única y aviesa intención de encontrar halagos que engorden sus egos.

Así que, como Eloísa, he dedidido sentarme bajo un almendro a verlos venir. Con una copa de buen vino en ristre y tres o cuatro amigas alrededor que desaparecerán cuando llegue él. Un tipo sin manual de instrucciones capaz de pasarse la tarde muerto de risa hablando de banalidades. Uno de esos a los que rascas levemente y encuentras un tesoro que ríete del del Titanic. Es lo que tenemos las frívolas.