Mi querida Big-Bang:

Por alguna razón que se me escapa, el diseño moderno requiere oscuridad. Para saber si un baño es suficientemente moderno, la primera pista es que no ves nada. Sí, hay espejo, pero en la penumbra da un poco lo mismo. Es “como Juan y Manuela”, que diría mi abuela. Las paredes deben ser negras y, paradójicamente, suele haber una planta que no entendemos cómo sobrevive al ambiente tenebroso. Pero ahí está. Naturalmente, no hay dispensador de toallas de papel, sino un montoncito de minitoallas de felpa negra, of course, que se gasta rápido y que hay que tirar a un cesto tras el uso. Eso si aciertas a ver el cesto. Si no, lo mejor que puedes hacer es echártela al bolso.

Claro que para que uses la toalla has tenido que lavarte las manos, y ahí está la prueba de fuego, porque haber grifo haylo, pero encontrar el mecanismo que hace salir el chorro de agua requiere un master en absurdez cósmica. Tú entras y miras disimuladamente alrededor del grifo, mientras la sobradilla de al lado, siempre una mujer mucho más cool, trendy y maciza que tú, se seca las manos con ese gesto de “prueba superada” que detestas. En mi caso, y como tecnolerda que soy, suelo empezar por colocar las manos bajo el caño del grifo (que a veces es de un diseño tal que no es caño, sino escultura o instalación). Pasan uno, dos, cinco segundos y de ahí no cae nada, así que haces como que la cosa no va contigo mientras disimuladamente exploras los alrededores, el suelo y hasta el desagüe a la caza de un indicio que oculte el mecanismo del agua.

Si hay suerte, en ese momento entra otra cool-trendy y, sin despeinarse, aprieta con sus Jimmy Choo un exiguo botón situado en el suelo a mala leche, y el milagro del agua se evidencia. Entonces respiras hondo y miras de igual a igual a la maciza justo antes de comprobar que tu correspondiente mecanismo oculto no funciona. Así que terminas pateando el suelo y, desesperada, sales muy digna del baño, sin percibir que al darte el rimmel se te ha corrido todo. Porque la oscuridad no entiende de perfeccionismo.

Sí, llevas las manos sucias y la cara de puta tras cinco servicios con mecánicos fresadores. Pero te has pegado un repaso de alto diseño de no te menees, y eso es lo importante. Llegarás a la mesa, donde todos te esperan con cara de ¿qué habrá hecho ésta tanto tiempo en el baño? y, en un ejercicio de alto cinismo, dirás: ¿habéis visto el aseo? Es absolutamente ideal. Creo que la pileta es de Phillipe Stark, un prodigio”.

El alto diseño no puede ser democrático, desde luego. Ha de ser, recopilando, oscuro, incómodo y absurdo. Pero las esnobs es lo que tenemos. Una extensión del “para presumir hay que sufrir” que para qué. Y esa impresión que te produce entrar en la habitación del hotel mega guay y no saber dónde está el mueble bar, el armario o el cable de Internet le da tensión al momento. Date con un canto en los dientes si reconoces la cama a la primera, y siéntete feliz si la tele no está oculta tras un panel empastado con la pared, muy del gusto de James Bond.

¿Mandos a distancia? Tres o cuatro. Y sólo uno enciende la tele. ¿Ventanas? Ni intentes abrirlas, porque estamos en un hotel de diseño. Alta tecnología. Aquí no hay ventilación posible, así que de nada sirve la súper maquina vibradora adelgazante. Si sudas como un cerdo, con perdón, se empañan los cristales y salta la alarma antihumo. Tan sensible y megaprecisa que se altera con dos de pipas. Y del aire acondicionado ni hablamos.

¿Moraleja? Da gusto volver a casa y encender los interruptores de la luz, uno tras otro, y abrir todos los grifos con despecho, jurando que la próxima vez que viajes pedirás una pensión de las de toda la vida. Trato cercano, luces de cien vatios y mesillas con cajones en su sitio.