A cierto tipo que detestábamos lo llamábamos Dientes Podridos. La fase amarillenta había pasado hacía algunos lustros, y en su estado más fangoso intentábamos no hacerle reír. Caerle mal para que no nos regalara una horrible visión de podredumbre. El tipo era tan desagradable por dentro como por fuera. Digamos que tenía sarro intelectual, piorrea emocional y mucha cara dura.

Su imagen salta en un flashback hasta la butaca de mi dentista. Ayer, mientras horadaba mis encías, se me saltaron las lágrimas y pensé en Dientes Podridos. Poco rato, porque tengo la suerte de que quien vigila mi boca sea una mujer que más parece un hada madrina. Una bruja que tiene el don de llamarme cuando más lo necesito o algún cambio en mi vida amenaza con disparar el chirriar de mis dientes.

-Hola, guapa, ¿cuándo vienes a hacerte una limpiecita?
-Ah, sí, que ya tocaba… ¿Qué tal estás tú, D.?
-Muy bien, pero no me cambies de tema.. Vamos a ver la agenda… Y luego nos tomamos un café.

Muchas veces la cita no se produce y pasan dos años, como ayer, pero cuando llego mi D. está exactamente igual. Con sus dientes blancos y sus labios bien pintados, me recibe con un abrazo tan fuerte y maternal que podría quedarme allí a vivir para siempre, pese al torno y a todos el instrumental punzante que la rodea. Luego me sube la autoestima con tres o cuatro comentarios de algo que hago y que le gusta, y al final, cuando la tortura del sillón ha terminado, me regala lo que ella llama “las chuches”: un kit lleno de cepillos de dientes de colores, pastas deliciosas e hilo dental de sabores.

Mi D. y yo hemos compartido mucho, durante tantos años que ya ni recordamos. Su viudedad y mi divorcio, entre las más reseñables. Pero también libros que leíamos, cursos que ella hacía, mis avatares sentimentales, el nacimiento de su nieto… Creo que mis dientes han dejado de tener interés per sé y se han convertido en una coartada. Ayer, por mi desidia, me dolían tanto que se me saltaron las lágrimas, pero el rato que pasamos juntas las dos después, en su despacho blanco, hizo que se me olvidara.

Hay personas terapéuticas y personas putrefactas. Con los años aprendemos a dar la espalda a las segundas y a no mirar de frente sus dientes podridos, por si se contagia. A las primeras hay que frecuentarlas para volver a poner el contador del bienestar a punto. “Una limpiecita”, que diría D.