Great Expectations

Convencí a C. para ir a ver “Grandes Esperanzas” con un señuelo infalible: “Esta no es del Dickens chungo, ya verás”. Accedió y en unos minutos ambas retorcíamos las esquinas de nuestros abrigos, ante el espectáculo de miseria y desolación que nos cuenta una película en la  que Helena Bonham-Carter se consagra de nuevo como bruja (difícil enjaretarle otro registro, la hechicera se ha apoderado de su alma y da miedo aunque no la dirija su marido Tim Burton).

Al otro lado de la lona, Ralph Fiennes, ese hombre de mirada perdida y bella osamenta. Ni Bohan ni él son los protagonistas de esta versión de Mike Newell, pero lo son porque se meriendan a los presuntos. Dos actores descafeinados e insípidos que soportan a duras penas el peso de un drama con evidentes elementos contemporáneos.

Pero no pensaba criticar la película, sino describir la desazón que sentí ante la oscuridad, y el motu de la bruja, envuelta en los jirones de un traje de novia que se puso cuarenta años atrás, a las 20.40h, para una ceremonia que no sucedió por abandono del novio. Y esa mujer que aúlla va a consagrar su vida entre ratas a transferir su despecho a una niña a la que educa para destrozar al hombre que ame.

Amor almibarado. Bella durmiente

La venganza, el despecho, frente a la nobleza de la pasión y el amor verdadero. Dos fuerzas antitéticas y poderosas. Toda mujer, todo hombre que ha amado y ha sido herido arrastra un vestido de tul o de seda hecho trizas que debe irse quitando en un strip tease poco erótico, convengamos. El desamor da alas para los relatos, pero las corta para la vida. Mi amiga B. me cuenta que a veces se tropieza con el velo cuando sale a la calle por aquel que detuvo los relojes de su vida. Yo misma mutilé mi traje de novia una noche de carnaval y fue un akelarre, un exceso liberador, un despiporre de los que provocan carcajadas salvajes.

El cine, la literatura, tienen la capacidad de despertar sentimientos que uno guarda bajo llave en un baúl imaginario que las madres no fisgan. Dickens es pintor de personajes de una época de miserias que tiene su reflejo en las podredumbres contemporáneas. Y mientras te retuerces en esa butaca sientes que la venganza y el despecho son malos compañeros de viaje. Que ahí fuera hay  hombres bálsamo, mujeres vaselina, dispuestos a retirar los últimos jirones de ese traje, y besar la piel con sus escaras, y dejar que por las cortinas entre el sol.

Y que entre Dickens y Disney siempre gana Dickens, porque el dolor es eterno y la bobería naif,  absurda y contemporánea.