Antes del anochecer

Si se aíslan las conversaciones de una pareja durante, pongamos, 24 horas y en el mejor escenario posible -vacaciones,  un paisaje idílico- el resultado difícilmente se parecería al de los protagonistas de Antes del anochecer, Julie Delpy e Ethan Hawke.

Punto de partida: todas esas frases de relleno que abrazan a las frases proteínicas. Una pareja que se ama no resiste la prueba de Delpy/Hawke. Diálogos intensos, bucles endiablados que arrancan de una broma y se precipitan al drama, como una esquirla que se clava en el corazón. Y referencias literarias, eróticas, gastronómicas sabiamente distribuidas bajo la sombra de los olivos de una isla griega que es el paraíso y encierra una tormenta.

Las parejas convencionales hablan de muchas tonterías porque la cotidianidad es un cemento necesario que además impide mirar al precipicio. Dos que sólo entablan conversaciones profundas y sesudas tocarán hueso y terminarán optando por las camas separadas. El cerebro y el amor son compañeros de ajedrez que a veces devienen rivales. Alfil reta a torre a hablar del grafeno, ese material mágico, y rey avanza victorioso con una sinfonía de Mahler tarareada entre los dientes. El futuro de la civilización, el armisticio o quién espía a los espías.

Pero si uno se sienta a observar parejas en un lugar público sin aguas turquesa ni amigos intelectuales que despisten el radar, escuchará apasionantes diálogos sobre la vecina que hace ruido con la cuerda de tender, el estado carpantónico de la nevera porque se retrasó el pedido de Mercadona o por qué me tengo yo que hacer una ligadura si tú puedes hacerte la vasectomía (esta conversación me obligó a pedir tres cervezas seguidas antes de levantarme de un bar muy chic porque los argumentos de él eran sobrecogedores: –“¿Y si luego no se me levanta?”. -“Pues que te la levante tu madre”.

Santorini

Una pareja habla y habla porque sabe que el silencio pone a prueba sus cimientos. Estar callado y feliz sólo lo resisten aquellos que se aman y respetan que ser una presencia para el otro 24 horas es como llevar escolta a un concierto de rock. Pero el silencio cuando no te conoces del todo genera muchas dudas, mucho vértigo, y uno cae en la tentación de rellenarlo de malos pensamientos o, aún peor, de palabras, y entonces es probable que termines hablando del servicio doméstico o de los hijos, ese tema que consigue eternizar matrimonios que ya no se quieren pero cuentan con una coartada resistente como el grafeno en común.

Me gustan las parejas sin hijos porque salen a pelo a luchar por su eternidad. Si no funcionan, lo entienden rápido, y a veces, es cierto, caen en la tentación de embarazarse para poder seguir hablando. Siempre tengo la tentación de preguntar a las parejas que me rodean de qué hablaron el día anterior. Sospecho que me daría para una secuela del “Antes de que anochezca” que podría llamarse “Antes del juicio final”. Ella, la Delpy de turno, no sólo ha ensanchado caderas y tobillos (compruébese  en  “Antes del atardecer”, mismos actores, una década antes) sino amargura y rencor disfrazados de inteligente ironía. Él, un Ethan machacado por la evidencia de que sus best selllers eran bazofia para intelectoguays, decide suicidarse en un islote no sin antes recitar los versos de Cavafis a los pasmados turistas de la playa.

Una pareja son dos que comparten tiempo, dudas y espacio y follan más en vacaciones porque no miran el techo del salón y entonces uno dice “hay que llamar al pintor” y el otro responde “¿qué quieres para cenar”. Si le quitas el guión de la intendencia al verdadero amor quedan los besos y la sensación cálida de recorrer una isla mediterránea como Delpy y Hawke, con la certeza de que la vida juntos es un poco mejor que separados.