Una adolescente le pregunta en el metro a otra que de qué se habla “después de follar”. La otra, intuyo, es la experimentada, así que extiendo las antenas porque una siempre está en disposición de aprender.

-Tía, pues de nada, ¿de qué vas a hablar? 
-Hombre, algo diréis, es un corte quedarse callados, ¿no?
-¿Por qué? Pues te subes las bragas y te vas.
-Ahh

La chica es preciosa. Rubia, pelo largo según el estandar Hanna Montana, ojos verdes ligeramente asimétricos, un punto desaliñada. Perfume dulzón. Lleva unos minishorts, una camiseta de tirantes pese a la amenaza del otoño, una cazadora barata y unas botas de los chinos, de esas beige con tachuelas. Pone cara de asco. Esa que se les da tan bien a las de su edad y condición hormonal. La amiga, regordeta, viste parecido y tiene un acné rebelde en la cara, lo que no le impide maquillarse a conciencia, con todos los extras: base (“pote”), colorete, sombra espesa y rimmel. La misma cara desdeñosa, pero menos convincente. Y sí, quiere saber más.

-Pero Ferby (?) ¿te gusta?
-Pssss, algo.
-¿Pero le quieres?
-No sé. 
-¿Y él no está enamorado?
-Ayer cortó conmigo, se lo dijo a Javi y él me llamó para que lo supiera. 
-¡Qué cabrón!
-Tía, tú qué quieres…

Un marciano que aterrizara en ese momento sacaría estas conclusiones: ser adolescente es bajarse las bragas, pintarse como un indio cherokee, pasar frío en otoño, desdeñar al mundo y sepultar el sentimiento con frases cortas y mal rematadas. Como los shorts.

Pero, de repente, la niña guapa se ha echado a llorar y su amiga la consuela. Ser una diosa despreciada por un tipejillo llamado Ferby que no dice palabra tras correrse es duro. Tiene que ser muy duro.