Ayer fue el día Internacional de la Felicidad, por decreto ley de la Asamblea de las Naciones Unidas. Y es raro, pero no me pareció ver a mi alrededor seres especialmente felices.

Que te obliguen a ser feliz es como que te obliguen a enamorarte de alguien o a disfrutar de los puentes de Calatrava, ese arquitecto de la exaltación fallera que elige bicho grande ande o no ande.

Ayer poca gente a mi alrededor parecía feliz. En la radio se ponía en duda la solidez de la Unión Europea. Una entelequia llena de gusanos. A la señora Lagarde le entraban en su piso bajo sospecha de pufo y el novio chipriota de M. se las veía y se las deseaba para venir a España resoplando de desaliento porque la torre de naipes se había caído y a ver quién es el guapo que la reconstruye.

Ayer mi adolescente no podía tragar saliva porque su garganta era un sembrado de bacterias y cuando fuimos al centro de salud aquello parecía una manifestación llena de pasquines llamando a la rebelión de las masas. Y mi adolescente, con ese aislamiento propio de la edad, me preguntaba por qué los médicos y enfermeras están tan cabreados como para empapelar su lugar de trabajo. Y el señor César Junquero, un anciano de noventa acompañado de su cuidadora, bramaba a gritos su nombre y su turno y juraba en arameo que no iba a esperar más.  Y olía a apocalipsis. Pero tocaba ser feliz por cojons.

Y ahítas de felicidad salimos a la calle, cogidas del brazo, y al llegar a casa Minichuki fingía ser feliz, pero sus notas la delataban. Ella, que durante años pensó que la calificación desuficienteera suficiente, como su nombre indica, ahora jura por su vida que nunca más volverá a hacer el vago ni a disfrazarse de guerrillera multicultural en lugar de estudiar conocimiento del medio.

¡¡Sed felices, malditos!!, gritaba una voz interior, desfalleciente y ronca. Y como primera medida quitamos el volumen al Telediario y nos arrebujamos en el sofá, bien pegadas, y la noche ha sido un puro levantarse, poner el termómetro, exprimir limones, dar el antibiótico y besar la frente de mi pobre niña grande, que no parecía demasiado feliz.

Pero afortunadamente hoy ya nadie va a dictar felicidad en cómodos plazos. Podemos ser libres para deprimirnos, enfadarnos, sentir rencor, decepción, animadversión o melasudismo. Lo que toque. Lo que nos pida el cuerpo.

Y mi primer sentimiento es, oh milagro, de agradecimiento al sol por haber salido ya, tras una noche tan larga y deslenguada. Lo mejor está por llegar, estoy segura. Hay calma en la casa, limones en la nevera y esas bacterias van a morir tarde o temprano porque un cuerpo sano de dieciséis años es un Panzer alemán.

Y supongo que entender estos signos es una manera de vivir que se parece mucho a la felicidad. Eso tan naif que se ha inventado la ONU como un bálsamo ante la tragedia.

Sed felices, o no. Sobrevivid en todo caso.