Un vómito de letras sin príncipe debajo del balcón. By Alicia Martín

La primera vez que vi un muerto de verdad no tenía nada que ver conmigo. Lo recordé ayer de golpe, un fogonazo mientras Brontë me paseaba con hambre de otros chuchos por el tanatorio de la M-30. Ese lugar donde he llorado muertos y he pasado ratos de ardiente calor humano y alegría de estar vivos con mis vivos.

También hambre. Un hambre insaciable como una reacción alérgica de extraña virulencia dadas las circunstancias.

Aquel muerto era, creo recordar, el hermano de una compañera de trabajo con la que nunca intimé demasiado y en la que no había vuelto a pensar. Una mujer dulce con voz de clarinete resignado. El tanatorio , uno al sur de Madrid, fabril de hechuras y gris marengo como la muerte chamuscada. El cuerpo, dentro de una sala dentro de otra sala –laberinto de Escher– lucía cerúleo y de rictus severo. Como el de alguien que no se lo ha pasado pirata en vida o todo lo contrario. Alguien a quien la parca le ha llamado a filas por error cuando estaba celebrando una fiesta. La de sus ¿30? años.
Esa cara que poníamos cuando empezábamos a salir de noche.
Mi primera Nochevieja, querido Bronticelli (así te llamo últimamente, ya sabes que suelo virar los nombres a los que quiero), me dejaron salir hasta las dos de la mañana. Ahora diría “pues para eso no me arreglo”. Entonces deglutí las uvas a la velocidad de unas campanadas no intervenidas, como las de hoy, y salí por piernas con mi hermana a estrenar una fiesta en la que había que pasárselo bien desde el minuto uno, fugaz y avaricioso. 

Lo que me lleva a pensar.

(Si la muerte te pilla maquillada como una puerta, ¿deben limpiarte con una de esas toallitas que se secan antes de que termines el paquete?) Ya respondo yo: “Ni se os ocurra”. No hay mayor baile de máscaras que el de los tanatorios. Por eso la gente se pone hasta las trancas de alcohol en la cafetería y ese día las madres no regañan a sus adolescentes si sobreviene un cubata en un break de velatorio. “Mi hijo no bebe nunca, no vayas a creer, pero hoy está impresionado”, dirán ellas.

Su hijo tiene un pedo de colores, el mismo que se pilla los martes por la tarde cuando te dice que va a estudiar a la biblioteca y las integrales cobran vida ante sus ojos turbios.

(¿Las madres estamos diseñadas para que nos engañen, nos mientan, nos hurguen a escondidas en el monedero?) 
Me pregunto…

Museo Thyssen. Lección de Arte

Pero yo no quería hablar de tanatorios, sino de algunas frases de artista que descubrí en un tour de blogueros al que me invitan en el Thyssen cada estreno de expo. En este caso se trataba de la muestra “Lección de Arte”,  rareza de contemporáneo para un museo que no va de eso, y que exuda a gritos su condición de outsider no apta para patronos ni narices elevadas.

La obra es una sucesión de cien sentencias/deseos, negro sobre blanco. Algunos tan excéntricos que sólo pueden ser reales: Moverse en sentido inverso para rejuvenecer, averiguar las veces que alguien ha llorado, compartir alucinaciones, decidir los propios sueños, cohabitar con un fantasma, sudar oro, tocar el tiempo, estar detrás y delante de una puerta, invertir las jerarquías, vivir al otro lado…

También había un muro con cintas del colores de una coetánea brasileira llamada Rivane Neuenschwander . “Deseo tu deseo”, proponía, así que obedecí y a cambio me llevé una cinta fucsia con un deseo ajeno y  en inglés: “Ser capaz de transformar algo”. (Un algo de pequeña magnitud, algo liliputiense que  sin embargo desate un terremoto y empieces tú de cero).

EMPEZAR BIEN DE CERO. Sísifo con room service y una cama king size al llegar a la cumbre. Un vómito de letras sin príncipe debajo del balcón. Eso deseo.

Pero podía haber deseado cualquier otra cosa, como no estar expuesta en un escaparate con luz blanca (mortecina) en un bonito tanatorio con césped y con pinos. O se-re-ni-dad. O confianza en chequera con millones de fantasmales bitcoins en una  cuenta. O también conocer lo que viene después. Eso es lo más cierto que pueda desear y pienso escribirlo un día en una cinta verde y colgarla en el museo más rancio y polvoriento de toda la ciudad. O el culo de un Cristo, con perdón, ahora que está de moda.

(Aunque adelantarse al futuro, bien mirado, es un deseo eterno y poco original. Se llama ciencia ficción y se ha quedado old fashioned,  quizás porque el delirio es tan real que sólo deberíamos desear un poco de cordura. Un adelanto en tiza. Una tormenta de libros que no se enchufen y echen chispas, como los de la artista Alicia Martín, también en el museo. Un tierno desacato a cada esquina….