Mi querida Big-Bang:

No hay nada más humillante que encontrarte en la calle con una pija conocida el día que vas hecha un asco y tus chukis en su línea. Una suele mantener el palmito por todo lo alto de lunes a viernes y en el territorio comanche de la oficina, pero el sábado amanece casual y no se planta el chándal porque sería descenderr al último de los círculos de Dante, pero se queda ahí ahí. Con un desmadejamiento tal que saca del armario esas prendas de algodón con pelotillas que se adaptan a u cuerpo como garrapatas tiernas. Y sin darse una repasadita de fond di teint sale a la calle siendo otra.

Entonces sucede. Aparece la pija. La misma con la que te encuentras en los fastos palaciegos de canapé y gin tonic desmemoriado. Ella, aunque es sábado, lleva look impoluto de lunes: modelazo de Prada falsamente casual, el rimmel en su sitio, un bolso a desconjunto con las botas -la descoordinación es un arte que dominan las pijas- y, lo que es peor, dos niñas rubias peinadas con tiralíneas y vestidas de boutique baby Dior que miran a las tuyas con menosprecio infantil.

-Hooooola, vives por aquí?, no lo sabía! , saluda la pija echando una rápida visual de arriba abajo, y sin decidirse por hacer el stop en la sudadera de bolas o en los jeans con agujeros. “Pues síiii, he bajado con mis hijas -chukis es ordinario, dadas las circunstancias- para hacer un poco de deporte”, miento cual bellaca. “Nosotras vamos a comer a casa de los abuelitos, que es de las del final, de las grandes. ¿En cuál vives tú?”

Lo siguiente es un interrogatorio donde la pregunta menos chunga es a qué colegio llevo a mis fieras. Esas que pasan de las clones con tirabuzones de sus hijas y, horreur, llevan (ambas) manchas en sus respectivas camisetas favoritas. Lo del colegio no es un tema baladí. Es el equivalente a preguntar cuántos Azzaros cuelgan en tu armario. Un indicio de clase. Y pobre de ti como la respuesta sea: “un concertado de la zona”. Ahí la pija se pone nerviosa, hace un mohín con un “ahhhhh” y engancha a las cursis de sus rubias como si las tuyas fueran portadoras del virus del concierto. Ese que portan los chungos que van a colegios otrora privados y hoy aptos incluso para el inmigrante.

No, ni un bolso de Saint Laurent puede sofocar la ira que te embarga. Porque encima la pija lleva las mechas a punto, como si un ejército de enanos se las arreglara por la noche, mientras duerme en su residencia privada que en realidad es como la tuya pero con más pretensiones. Así que a estas alturas del encuentro sólo cabe una retirada digna diciendo alguna barbaridad. Mi favorita: “chica, te dejo que me voy a recoger a mi novio, reponedor del Día de la esquina, y luego nos vamos a ver al abuelito a la cárcel de Alcalá Meco, que el hombre está en prisión preventiva por afanar bolsos”.

Las chukis me secundan con orgullo de hijas con manchas y, tras dejar a la pija en shock, regresamos a casa y me propongo tirar a la basura mis jeans y mis pelotillas. O mira, lo mismo no.