Tres hombres muy aficionados a los toros, sin duda, se sentaron ayer en el palco de las Ventas detrás de dos mujeres. No pararon de hablar de gestas pueriles con muchos ceros y de otros lugares comunes tan machirulos como poco interesantes. Las dos mujeres nos tragamos las ganas de amonestarlos por distraernos de la verdadera gesta, que sucedía en el ruedo, donde un hombre se la estaba jugando con un animal de más de 500 kilos.

Pero ellos estaban allí para hacer business. Y para que quedara claro trufaban su conversación de frases en inglés pese a que dos eran españoles y uno mexicano. Lo que se dice el el argot “marcar paquete” sin taleguilla.

A nuestra derecha, un cuarto hombre empalmaba un enorme puro con otro y cuando se le apagaba sacaba un soplete de la chaqueta y nos contaminaba con ese olor penetrante de taberna vieja, ese tufo a miseria y a sexo barato. A puta mal dormida. A dominación y a azote grasiento en el culo.

Luego estaban esos otros hombres que, amparados en el anonimato del tendido vibrante y multicolor, gritaban desgañitados al torero en medio de la faena con una rabia que sólo podía proceder de un resentimiento abisal. Le exigían la hazaña y el valor del que sin duda ellos estaban sobrados, tal era su brutal vehemencia. Con la diferencia de que a ellos no les llegaba el aliento cálido y amenazante de un bicho excitado por la confusión ni tampoco sus bramidos de muerte.

(Pensé cómo sería si un altavoz amplificase esos gemidos animales. Estremecimiento. Pánico y desmayos. Tal vez algún ataque al corazón de esos que fuman puros. ¿Y una experiencia 3-D con un toro que te embiste a la vez que al matador? ¿Cómo no se le ha ocurrido a nadie? ¡Cuántos valientes virtuales se está perdiendo el mundo!)

Entiendo que haya detractores de la fiesta. Tienen toda la razón.  Pero yo defiendo el valor y la belleza. La agónica tensión de un hombre desnudo con un par de banderillas, el Fandi, que ayer encaraba en soledad al toro y salía desde el corazón del ruedo a por él, protegido sólo por su coraje. Defiendo su toreo alegre y también el hambre de ovación de Juan del Álamo. Defiendo la mala suerte, la honda frustración de El Cid. No fue su tarde. Defiendo el pasodoble que siempre me provoca ganas de bailar, la vuelta al ruedo, los clarines rasgando el cielo con su filo de espadas, los destellos chispeantes que arrancan los focos al traje del torero cuando cae el sol. El choque de los cuerpos, el hierro y el caballo.

Y no entraría en un debate taurino, me vais a perdonar, porque no hay debate posible. Es una ceremonia de sangre, salvaje, donde el más poderoso, la bestia noble e imponente,  saldrá muerto. Arrastrado por los caballos en un cortejo  fúnebre brutal y sin te deum.

Los toros, ya termino, son mi infancia en el sofá. “Ponte el clavel, brujilla”, decía mi padre, y veíamos la corrida en blanco y negro, tan contentos. Son el campo y el amanecer con jara y rocío. Son un viaje con un torero, Cayetano Rivera, y su cuadrilla donde aprendí aún más sobre el respeto. Son mi amistad cálida y fiel con R., la animada charla didáctica en el callejón de Úbeda con El Cohete. El discurso pausado y sabio de Curro Vázquez. Una tarde inolvidable y una noche donde, ahora lo sé, celebramos la vida con esa alegría desbordada de haber visto pasar la muerte de cerca, mientras algunos hacían negocios tristes con un puro en un palco, sin enterarse de nada.