Mi querida Big-Bang;

Soy muy partidaria de los rituales iniciáticos. Pero no de vestir a las niñas de novias mamarrachas con tejidos acrílicos para que empiecen a soñar con el hombre de su vida desde su más tierna infancia. Las comuniones, vistas a una media distancia, me parecen un desfile de debutantes enanas presentadas en sociedad sin que les falte un detalle. Con esos tules que podrían arder si se acercaran demasiado al cirio de la iglesia y esas mangas almidonadas que no pasarían las normas ISO de la pasarela más cutre del planeta.

Dirás que soy una resentida. A mí me llevaron a hacer la comunión vestida de monja pero sin toca. La mayor coquetería era un pequeño lazo de raso beige que mi madre colocó en un kiki por todo lo alto, como un estandarte santificador. Estaba claro. Buscábamos a dios, no un esposo. No al hombre de nuestra vida. Las niñas nos dividíamos en niñas de túnica y niñas de organdí. Esas que iban de novia con limosnero y velo con flores. Las espirituales y la ligerillas, las echadas al fuego espiritual y las echadas a perder.

La fantasía dual sigue en activo. El otro día vi la exposición “Quinceñeras” de Photoespaña. Un monumento de algodón rosa a la adolescencia más hortera y feroz. Se trata de una tradición laica que aún no hemos importado y que está arraigada en algunos países de Latinoamérica. A esa edad, cúlmen del pavo, las familias se desangran comprando un vestido blanco y muy acrílico a sus teenagers ansiosas. Hacen una gran fiesta y coronan el momentazo con un book. Un álbum que resume todas las fantasías que una joven presuntamente debe tener: la ensoñación en el puente del río (¿Kwuai?), el abandono lánguido junto a un descapotable de pega, las alas blancas de ángel con pose soñadora (y desnudas, juro que lo vi). Hay declaraciones de niñas que aseguran que por fin han podido maquillarse y “sentirse bonitas” y declaraciones de abuelos vestidos al estilo del Che diciendo que matarán a cualquiera que se acerque a “su niña, su ángel, su amor…” Pero algo me dice que esos vestidos son el pistoletazo de salida hacia un mundo adulto donde cualquiera que no estuviera ciego se fijaría en las debutantes merengue pintadas como monas.

Mi pequeña Minichuki lo tiene claro: “Pienso hacer la comunión, sí, pero con jeans blancos a conjunto con mi camiseta de Jim Morrison y mis deportivas, ¿vale, mami?”. Me parece que no hay nada más solemne que ir a tu primer ritual iniciático con la ropa que mejor te retrata. Siendo tú misma y no la promesa de una esposa emperifollada. Mi chuki lo ha entendido a la primera y no seré yo quien la disuada de su voluntad. No quiero perpetuar el sueño de esas princesas enanas que aún creen con su disfraz que un príncipe con mallas las besará para hacerlas levitar de placer. Mi Chuki ya lo ha adivinado. Su felicidad son unos jeans y unas bambas. Y de lo del beso ya hablaremos, en su momento.

Espero que alguien rompa con las tradiciones Disney. Sueño con una pira de vestidos blancos con sus horribles cancanes. Y con que la adolescencia se celebre de blanco, quizás, en una enorme pradera donde alguien recite versos de un poeta inspirador que hable de celebrar la vida y no de acicalarse para atraer a los hombres. Seguimos en el pasado y por suerte mi pequeña Jim Morrison lo ha descubierto a sus 8 inquietos años.