Mi querida Big-Bang:

Últimamente doy con grupos de gente que presuponen mi ideología política y me invitan a opinar en consecuencia. Yo, que soy más bien torete  de esos a los que enseñan el trapo y entran a matar, me cohíbo porque me puede la educación de las monjas y porque en el fondo me planteo si no tendré pinta de votar a ésos. Si he madurado en mis ideas mientras mi look me contradecía y hacía de las suyas. Si las mechas rubias las carga el diablo y sólo pueden corresponder a unas siglas. Y debo hacérmelo mirar.

Hasta los 40 uno tiene la cara que trajo al mundo, a partir de entonces empieza a tener la que se hace a sí mismo. Algo así dicen. Y corro a escrutarme al espejo, por si debo corregir el rictus antes de que sea demasiado tarde. No es que quiera ser transparente y entrar con una bandera a los locales donde alterno, pero me sobrecogen esas sonrisas de cocodrilo invitándome a compartir sus manjares de sangre. No soy de los vuestros, chitines, pero ¿quiero parecer de los otros?

La antigregaria que me habita se encontró el otro día con un espectáculo bello. Era en la plaza de un pueblo de Valencia. Un pueblo feo como la madre que lo trajo, donde no había un estilo arquitectónico sino tantos como casas: de ladrillo, de cemento, de azulejos de baño… Sólo una iglesia barroca defendía el derecho a una porción de belleza local. Pero era lo de menos. Lo de más era la asamblea de vecinos reunida en el centro de la plaza. Sentados, de pie, ancianos, jóvenes, perroflaúticos, bakalas, pijos. Eran los del 15-M, y no hablaban de soflamas políticas sino de agricultura sostenible. 

Tomó la palabra una chica estilo hierbas con una planta entre sus manos y empezó a explicar la importancia del cultivo y el respeto al medio ambiente. Todos la escuchaban y asentían o, como mínimo la dejaban hablar. Me pareció tan político, tan increíblemente civilizado, ver a ese pueblo parar el tiempo para hablar de lechugas por turnos, que me reconcilié con mis prejucios de rubia con mechas respecto a los grupos que se juntan para ocultar taras en la masa.

Luego, mirando esas fachadas del horror, no pude evitar pensar en esos políticos bien aseados que los gobiernan; que cruzan por teléfono conversaciones chungas donde se habla de pelotazos urbanísticos. Que han tenido los santos huevos (con perdón) de presentarse a unas elecciones para obtener la custodia de los impuesto que pagan los que salen a la plaza a exponer su alma y su palabra. Que, en algunos casos, se sentarán en el banquillo y quiera dios que los juzguen y los condenen a lo que se merecen, si se lo merecen.

Hay pueblos que no son lo que parecen. Hay lugares desoladores como un plano de Mad-Max donde la gente es pacífica y cede el turno de palabra a sus vecinos. Gente que pasa la tarde del sábado practicando la política como los griegos la inventaron. Y luego están esos otros que no han pisado una plaza más que en periodo electoral. Que no enseñan a plantar tomates sin agredir al sol sino a confiar en la zorra minutos antes de que entre al gallinero.

Así que gracias al 15-M con todos sus defectos y todos mis prejuicios. Ahora que habéis levantado el campamento me gustáis todavía más. Y a la chica valenciana, que sepas que pienso plantar una lechuga sostenible en el alféizar de mi ventana. Eso es lo que pienso.