Acabo de descubrir que estoy leyendo el libro de un autor que detesto. Steve Martin forma parte de esa trilogía de histriónicos que me ponen del hígado: Jim Carrey y Eddie Murphy son los otros dos.

Y ahora tengo un problema.

Digamos que arranqué “Un objeto de belleza” (Mondadori)  con entusiasmo un mediodía en el Pabellón del Espejo, delante de unas deliciosas lentejas estofadas. Todo era perfecto: el silencio, la luz entrando por la cristalera de este restaurante rococó que otorga un aire tan parisino a la Castellana y una camarera que siempre me sonríe y a veces hasta me llama cariño. Las primeras páginas me atraparon por su estilo ágil, el ritmo vertiginoso que a las impacientes nos impide entregarnos del todo a Joyce Carol Oates y el hecho de que hablara de arte, de cuadros, dealers, subastas y autores conocidos y no tanto.

La protagonista se llama Lacey Yeager y es una voraz joven que trepa por las estructuras más esnob del mundo de Sotheby´s y alrededores pasando por las camas que hagan falta (aunque a menudo se lo hace de pie, sobre una mesa y mirando a un Matisse, por ejemplo). Una chica lista, tal vez no demasiado inteligente, atractiva y…masculina.

Sí, confieso que a ratos me parecía, me parece, que el pulso del personaje lo dirige un hombre que trata de ponerse en la piel de una mujer con poca fortuna. Un tipo que ha construido un personaje desde sus fantasías porno. Esto, a priori, no es un boicot, conste. Pero sí, ahora que sé que detesto al autor, por mucho que además de El padre de la novia y otras comedias tontuelas haya hecho Roxanne y presentado Saturday Night Live, lo mismo he enturbiado mis sensaciones y os estoy predisponiendo contra el libro con el viejo truco de meter chinas en los zapatos.

Sigo. Porque creo que lo que me atrapa de Un objeto de belleza es la sensación de atravesar el espejo y contemplar en el coleccionista el afán de poseer un Vermeer como quien se folla a una mujer de piernas largas y Louboutins de 15 centímetros contra el alféizar de un ventanal del Soho (y pido perdón por la vulgaridad). Hay restaurantes cool, galerías donde ver y, sobre todo, dejarse ver, vestíbulos de hoteles donde cazar hombres ricos, y una visión nada espiritual, insisto, de lo que un coleccionista excitado siente ante su próxima presa. Y todo contado con economía de medios y sin disfrazar ni un poquito esa visión caústica y absolutamente erótica del arte. O del mundo del arte en Nueva York en los años del boom económico, dos décadas que el lector va atisbando sin dejar de contemplar cuadros cuyas fotos, qué gusto, ilustran las páginas del libro.

Detesto a Steve Martin, sí. Pero no he abandonado el libro como hago cada vez más a menudo cuando me invade esa desazón intelectual y pienso que una vida es corta para desperdiciarla en lecturas mediocres. Y no lo he hecho a pesar de que a ratos me sonrojan un diálogo mal orquestado o una descripción pobre, y no atisbo en él alta literatura, la verdad. Creo que me retiene su capacidad de situarme como voyeur en la mirilla de un club donde pasan cosas excitantes, de alto voltaje, y donde nunca seré invitada a entrar. 

Y eso es un mérito de  ese actor que domina la payasada. Que -tiro de Wikipedia– trabajó de mago en Disney, y es también músico, productor y guionista de éxito.

Además de coleccionista de arte.

Así que he decidido que hoy remataré mi lectura como quien se termina un banquetazo en un cuarto oscuro. Me esperan “Volver”, de Toni Morrison y “Extinción”, de Thomas Bernhard. Como postre tal vez vuelva una vez más a la Juan March para contemplar con ojos lascivos el retrato del joven Wyatt de Holbein. Y soñar que soy una mujer de piernas largas que puja en una subasta neoyorquina por el cuadro y consigue un remate escandaloso, y es un orgasmo mundial.

Efectos colaterales de la lectura…

P.D. Olvidé decir que la voz narrativa es la del pagafantas de Lacey. El tipo que la adora y la desprecia, pero no puede despegar la vista de ella ni rechazar sus invitaciones. Interesante, ¿no?