El libro me ha estado esperando demasiado tiempo. Primero en la pista de despegue junto a mi cama. Luego en el  Taj Mahal del salón (estantería así llamada por lo que tardó aquel albañil polaco en rematar su construcción), donde lo coloqué para esperar tiempos mejores. Sus casi 800 páginas requieren un estado de entrega prolongada que no era el mío. Un celibato de otras letras. Un compromiso de altos vuelos.

-Eso sí que no -respondió Svejk-; pero ahora, señores, a mí también me gustaría proponerles una adivinanza: hay una casa de tres pisos y en cada piso hay tres ventanas. El tejado tiene dos claraboyas y dos chimeneas. En cada piso hay dos inquilinos. Y ahora díganme, señores, ¿en qué año murió la abuela del portero?

He postpuesto demasiado mi encuentro con Jaroslav Hâsek, considerado el otro Kafka de las letras checas (fueron coetáneos, murieron a los 39 ambos de tuberculosis). Y aún no sé si estoy preparada para esa larga guerra. Las aventuras del buen soldado Svejk promete arrancarme carcajadas por su ironía y un humor poco negociable. Pero ochocientas páginas son el camino de Santiago de la lectura, y no tengo el cuerpo para larga distancia (o, como diría mi amigo, P, “no tengo el coño pa magdalenas“. Con perdón).

El buen soldado Svejk es como nuestro Quijote. Peripecia mezclada con absurdo y pueblo llano. Lo que me lleva a una conversación que tuve una vez con un hombre poderoso que me confesó no haber leído un solo libro en su vida, salvo el de Cervantes (ese pobre muerto cuyos huesos se buscan con denuedo para hacer taquilla en el convento de las Trinitarias).  Pensé que el éxito no requiere de cultura sino de olfato, suerte, talento y oportunidad. Y que mi vida sin los libros sería una mutilación sangrienta, desde luego, pero tal vez aún podría hacerme rica.

Ser rica, a mi entender, es no mirar el estracto bancario antes de decidir si me compro otros zapatos o puedo salir a cenar a ese restaurante. Lo mejor de las ambiciones poco extravagantes es que se colman antes. Ser rica es poder encerrarme mañana, Día del Padre por decreto, a escribir con breves paradas para picar algo, salir a correr al parque o ver una película de cine clásico que acabe regular. Ser rica, millonaria,  es disponer de unas entradas para un concierto sacro de viernes santo en la catedral de Cuenca que ya me tiene estremecida.

Así que, desde mi atalaya de mujer asquerosamente rica, podría darle un tiento a mi soldado Svejk. Uno de esos tontos que, bien mirados, se salen con la suya con su épica humilde. Y pienso en Forrest Gump. En que no hay dos tontos iguales. En que una vez que identificas el objetivo en la batalla ya no puedes mirar hacia otro lado. Y que ahora que mi mandato como presidenta de mi comunidad ha expirado ando huérfana de afanes de escalera. Bombillas que no encienden. Pedidos de gasoil.

Molinos de viento, yo os invoco.

La otra noche, en la reunión de junta donde entregué mi cetro y mi destino, un vecino puesto en pie  habló de la dignidad en un discurso impecable, vibrante, que venía a decir que cómo teníamos la poca vergüenza de tratar de ahorrar unas monedas a costa de la explotación de un hombre. El vecino era un señor anciano, pero su voz brotaba del corazón de un soldado joven, aguerrido y dispuesto a la batalla. Enmudecimos todos, lo confieso. Hasta ese instante una parte de mí pensaba que ese hombre era objeto de una manipulación de portal. Al finalizar la reunión me dio las gracias por haber accedido a introducir su petición en el orden del día. Yo le di un beso cálido. Me salió sin pensar.

Entendí que soy rica y a veces miserable. Que las mejores lecciones no las enseñan los libros. Que hay que ser buen soldado hasta que suena la corneta y los tabloides anuncian “la guerra ha terminado”. Y más allá. Que uno no conoce a sus vecinos porque les pida sal a la puerta o coincida con ellos en el ascensor, pintándose los labios. Que ha sido una suerte haber sido presidenta, el clásico marrón de vecindad que sin embargo te acerca a las personas y te cuela en sus cocinas. En sus mesillas de noche. En sus librerías Taj Majal…

-Ladrones también tiene que haber -dijo Svejk tumbándose sobre el colchón-. Si todo el mundo tuviera buenas intenciones, pronto los hombres se matarían unos a otros.