Mi cocina verdifucsia

Cuaderno de bitácora: mi adolescente se ha levantado, ha arrastrado sus pies por el pasillo y me ha dicho con voz ronca de amanecer intempestivo: “a ver si nos llevas hoy a un museo”.

Hay veces, pocas, en que una piensa que no lo está haciendo del todo mal con las chukinas. Educar consiste en echar margaritas a los cerdos y descubrir, años después, un precioso ramo en un rincón de la porquera. Espero que ellas no lean la comparación y se traumaticen y urdan una venganza consistente en no volver a pisar un museo ni a jugar a los libros discontinuos (cada una lee en voz alta un párrafo del suyo, y se crean historias desilvanadas y nos da la risa).

Lo bueno cuesta, supongo. Y en el camino hacia la calidad a veces hay que hacer la vista gorda y compartir en familia una película de teenagers descerebrados, o dos, para colar una tercera de “arte y engaño”. Escuchar a algún memo sin ritmo ni concierto para poner un rato de viola gamba sin que se alteren. Comer pizza y al día siguiente un delicioso foie. La vida sin contrastes carece de emoción, supongo, y educar en la perfección es una carrera hacia el precipicio de Thelma y Louise.

Yo he sido una niña desodediente y sigo siéndolo. Ayer salí a redecorar mi vida y se me antojaron unas preciosas sillas fucsia. “Pero tu cocina es verde pistacho, hija, no te pegan nada”, insistía mi santa madre, y entonces yo añadía vasos morados al carro y unas ensaladeras añil que me parecieron imprescindibles. Ya es primavera en mi cuerpo y siento que debo cambiar mi casa aunque sea a costa de desafiar las normas sagradas del pantone.

Adiós a los grises, bienvenido el arcoiris. El sol de febrero está haciendo de las suyas y la euforia ha traído a casa las ganas de ir a ver cuadros de colores. Sean el sol y sus contornos, escribamos historias tartamudas y salgamos a la calle como si fuera el primer paseo tras un duro invierno sin libertad condicional ni bis a bis.