Ahora te vas a enterar de qué lado masca la iguana“, dijo él. Y me pareció, de entre todas las amenazas posibles, la más inquietante y bella. Los mexicanos, los latinos, nos proveen de un lenguaje especialmente rico para el despecho. “No tengo regreso” me cautivó hace años y dio título a la URL de este blog. La capturé de un culebrón venezolano de mediodía cuando llegaron las telenovelas a España, creo que a principios de los noventa, y nos reíamos con esa superioridad cobarde de madre patria sin patria a la que mandar, de sus alambicadas tramas, de sus tupés con laca y del dramatismo de esos diálogos encendidos, llenos de quiebros y florituras rosa chicle,  vibrantes y de una intensidad tal que a más de uno debió cortársele la digestión por exceso de jugos en capilla.

Yo, en realidad, siempre ha querido colocar un diálogo de esos a mis personajes, pero me salen frases como “hueles a tráfico a mediodía“. A turbulencia aérea, ese pánico que son capaces de oler los animales. A camisa olvidada en un armario de hotel. A propofol en vena, avanzando al galope hacia territorio inconsciencia. Uno cierra los sentidos, uno o varios, para protegerse del miedo. Las curvas de subida a una montaña bañada por la bruma densa como clara de huevo batida. Ya queda poco, ya queda poco, y la naúsea asomando en la nariz. Quedaba mucho. Quedaba demasiado. Mejor darse la vuelta.

Ignoro de qué lado masca la iguana. La de mi hermano I. tenía esa cara de asesina de todas ellas. Y la lengua bífida a punto de veneno. “No hace nada, descuida”, me decía él, pero yo por si acaso le guardaba el aire, sin dejar de mirar en la distancia la vitrina que encerraba el peligro y la amenaza. Un día se escapó y cayo al balcón de la vecina, que entró en pánico y llamó a la policía.

“Detengan a esa iguana. Detengan a esa iguana”. Y el bicho encaramado en un geranio, tenso de ataque o de infarto de miocardio. (¿Tiene miocardio una iguana?). Era iguana y yo veía brontosaurio. Igual que la vecina.

Hay animales que son curvas muy cerradas. Hueles a vómito, me dije. Y fue más duro que una bofetada. Más duro que una fuga de rueda en pleno puerto de montaña. Más terco que escapar en desbandada. La lengua bífida caída hacia un lado, el derecho. Sí, era el derecho. Y sabía agrio, como a bilis de dos días. A ropa de lunes sin planchar. A goma de neumático quemada. A noche insomne contando los segundos, bloques de 60, un minuto. Bloques de 60, una hora. Bloques de hora, al fin la luz como tibio manto colándose por las contraventanas.

Dejemos a la policía con la iguana, el zoo será su próxima morada. Una cárcel de reptiles malencarados que mascan a izquierdas o a derechas, según el calendario y sus festivos. Hueles a puente aéreo, a sangre coagulada, ese olor metálico que captan los cocodrilos, las hienas, los chacales. Hueles a derrota y a Bloody Mary pasado de angostura. Hueles a fin de fiesta, el vestido arrugado, sudadas las costuras. A after sun caducado. A leche agria. A perfume concentrado de burdel.

A regreso a casa con los zapatos de tacón en una mano y el bolso estrujado en la otra. Palpando el contorno de las llaves. Masticando el vacío contra los dientes.