Los quince primeros minutos son tercos. Tu cuerpo se resiste al trote, el sudor tarda en romper y eres una olla a presión con la válvula in crescendo. Las venas se hinchan lentamente, con dificultad. El corazón galopa a 100, 150, 170, 180 pulsaciones. Las piernas te pesan y miras de reojo las terrazas de verano y esas jarras de cerveza espumosa con avaricia. Si paras, pierdes.

Los siguientes quince son los del rodaje suave y desenfadado. Podrías quedarte a vivir en ese estado de mínimo esfuerzo, máximo rendimiento. La grasilla del motor fluye. Las poleas ruedan suavemente y se instala la ligereza. El latido ya no es una tamborrada, sino el acompañamiento de fondo de una sinfonía. Los pies van solos, alados, y no aprietas la mandíbula ni cierras los puños. 

Si eres novata, como es mi caso, pasados lo cuarenta y cinco minutos llegas al borde del abismo. Duele. Tiras de brazos. Duele. La mente te manda la orden de parar. No le haces caso. Sientes el vaivén de las tripas. Párate. No me da la gana. Eres tú contra ti. Jeckyll y Hyde. El Barón Ashler. Repasas toda tu lista de antagónicos de cabecera. Párate. No me da la gana. Y resistes y te duele. Y sudas a borbotones, y enseñas los dientes en una sonrisa de animal herido. Y te impulsan los pies de tu compañera, que sufre como tú, pero siempre te parece que menos.

Correr es sentir. Es sufrir. Y gozar. Ayer todas las que nos entrenamos para la Carrera de la Mujer (5 de Mayo, Madrid)  terminamos hermanadas en las sensaciones. Habíamos resistido mucho más de lo previsto. Casi diez kilómetros. Euforia. Un chute gratis cortesía de las endorfinas. Esa droga.

Ser cuerpo. Y ya. Entiendo que muchos deportistas profesionales no resulten demasiado interesantes cuando les ponen un micrófono delante. Son pulso, arterias y sudor concentrado. La mente se retira a sus cuarteles de invierno cuando los músculos imponen su dictadura. Y toca soltar lugares comunes, y los listillos protestamos: “Menudo subnormal”.

Desde que me ha dado por correr con un objetivo admiro a esos subnormales heróicos. Y me permito emplear las frases manidas que otros ya patentaron, a saber: “Cuando ya pensaba que no podía más, una fuerza oculta me ayudó a pelear trescientos metros más, y luego mil”

Una mente entrenada para la voluntad no recita a Shakespeare. Ni falta que le hace.

Ayer una entrenadora nos contaba que al menos una vez en la vida hay que correr la maratón.

-¿Como lo de la peregrinación a la Meca?, pregunté
-Jajaja, algo así. La sensación es inolvidable. Poderosa. Orgásmica.

Invoco a Haruki Murakami. Escritor y corredor maratoniano. “A los corredores
de fondo no les importa demasiado que otro corredor les supere o superar
a otro durante la carrera. Porque si hay un contrincante al que debes
vencer en una carrera de larga distancia, ése no es otro el tú de ayer”
. (De qué hablo cuando hablo de correr. Tusquets). Me apunto otros dos libros que ya necesito leer: “Correr“, de Jean Echenoz, y “Running, a global story“, de Thor Gotaas.

Cuando corro canturreo estribillos tontos que se ajustan al ritmo de mis pasos. Si me preguntan en qué pensabas diré en la mancha del borde de mi zapatilla derecha. En la belleza de esos prunos del camino. En la brisa gélida al bajar una cuesta, taladrándome los tímpanos…En rimas de poemas del colegio. En piedra, papel, tijera…

Escribir y correr. No se me ocurre un plan mejor. Y luego, una cerveza helada con mis hermanos, con mi sobrino recién nacido que huele a galleta de vainilla ligeramente agria. Con mis hijas. A la sombra de un castaño gigantesco. Como dios.

“Aún no sabemos lo que puede un cuerpo”. Spinoza