Al Tom Tom hay que ir cogiéndole las entrañas“, me dice un taxista y apunto rauda la frase. A mí la palabra entraña me parece caliente y húmeda. No sé qué pensará al respecto Patrick Modiano, que sostiene hoy que “escribir es desagradable”. ¿Tanto como una sala de despiece llena de cortes de matambre o de vacío?, quisiera preguntarle. A mí nada me complace más que un charco sanguinoliento de palabras que agonizan, mejor en argentino.  La última oportunidad del convicto.  El indulto que precede al abandono.

En una comida con tantas estrellas Michelin como para provocar una explosión supernova, un hombre senecto y yo abrimos un debate con nuestros compañeros a la mesa. ¿Room service sí, room service no? Ciertamente pudiendo debatir sobre la bajada de sueldo de Ada Colau como alcaldesa a poco más de dos mil euros (medida popular y populista), o de la presunta homosexualidad de George Mallory (irrelevante, en una gesta como el Everest. Yo también hubiera coqueteado con Lytton Strachey y me hubiera enamorado de Dora Carrington, benditos sean los tríos) hablar de hoteles y servicios deluxe pudiera parecer una frivolité.  Pero yo siento debilidad por los albornoces blancos y la bandeja con viandas en silencio. Me excita que mis pensamientos reboten en el plato mientras cuchillo y tenedor improvisan una rapsodia y miro sin mirar, hipnótica perdida,  cualquier programa de un canal ruso que no entiendo.

El señor mayor, que sabe más del placer por viejo que por diablo, me dio la razón,  en contra de nuestros vecinos,  que aseguraban no gustarles comer solos.

-La clave está en la compañía. Si te retiene una mujer en la habitación llamas al room service y no necesitas más.

A mí me entró la risa imaginando, y me gustó comprobar que en el último tramo de la vida las pasiones aún no se han rendido. Y que ese hombre sueña y que no hay nada más erótico que un room service si aplaca el hambre y garantiza el tránsito hacia otros apetitos.  Recordé que hace unos meses alguien me desveló que un vidente le había asegurado que practicaría el sexo a tope hasta los ochenta. Lo hizo en público y supongo que las mujeres allí presentes respingaron de morbosa curiosidad. Un viejo es un ser doblegado a la desilusión, y hay viejos a los 30, a los 40. El elixir de la eterna juventud es desear un hotel en la Toscana, el sol alicaído acariciando las cortinas de hilo blanco, y una mujer en albornoz, una Jane Fonda triunfante y dispuesta a fulminar todos los códigos de lo que se supone que concierne a una dama mientras un camarero joven, perfectamente uniformado, toca a la puerta sin impacientarse.

Patrick Mondiano

“A mí nada me resulta más sexy, tierno y emocionante que el que me lleven el café a la cama”, me atreví a a confesar, y en justo castigo recibí miradas de “pues vaya un deseo más poco aspiracional, por no decir qué cutre”. Entiendo que no soy lo bastante cool, pero tener sueños pequeños garantiza una felicidad de muchas estrellas Michelin a lo largo del día. Como leer un párrafo perfecto de autor desconocido o ducharte con agua a máxima presión y perfumarte después con Fleur dÓrange de Prada, un hallazgo adictivo y jubiloso.

A Modiano le gusta el adjetivo “bizarro”. Yo lo frecuento poco porque se puso de moda y, resobadas por bobos obedientes al dictado de gurús iletrados con camisetas caras, las palabras dejan de interesarme. Prefiero “estrafalario” (con “S”, tienes razón querido Héctor, pero convendrás conmigo que pide a gritos un upgrade, una “X” como una catedral. Un camino como el del seso al sexo, un precipicio). 

Lo dejo aquí, ya apuré mi segundo café. El sol invade la estancia donde escribo. Hay charcos con vocales a mis pies.  Me apunto al placer a los ochenta, rijosa militante. Y al lujo de un room service donde sea, con un huevo poché y un plato de fruta de colores, cortada al bies por un hombre meticuloso y dulce. Y que pasen las horas, las entrañas del tiempo diletante. Los programas en chino y el albornoz desmayado en una silla, huérfano de tarea y de cuerpo desnudo. Puro sábado.