Mi querida Big-Bang,

En ocasiones yo también veo muertos. Vale, la frase no es mía pero he soñado con que a un señor le obligábamos a fingirse muerto en su funeral, y el hombre a ratos se impacientaba, movía las piernas e incluso trataba de incorporarse mientras todos simulábamos que no nos estábamos dando cuenta. El cura, entretanto, leía el responso sin pestañear, y la señora del presunto difunto se pintaba las uñas de rojo Chanel con absoluta concentración desde el primer banco. Un sindiós.

Las ceremonias de la muerte deberían tener elementos cotidianos para quitarles dramatismo. Los egipcios, sabia civilización, lo sabían y además de enterrarte con tu chucho tenían el buen gusto de embalsamar tus despojos. Así, si no estabas muerto del todo, siempre dispondrías de un entretenimiento para pasar el rato. Al macizo de Buried le dejaron el reloj y el móvil. Yo casi que prefiero prescindir de la high tech, porque soy tecnolerda y porque la presbicia me impedirá mirar los mensajes del más allá.

Confieso que cada vez que voy a un tanatorio pienso si el muerto nos estará mirando. Qué le parecerá la reacción de su viudo/a, el ramo de flores ostentoso de su jefe, el catering y hasta el look de los asistentes. La muerte suele concitar extrañas reacciones. La risa floja, los picores, el deseo… “Yo debuté el día que murió mi abuela”, me confesó un día mi amiga A., argentina, y para no iniciados aclararé que la rubia tuvo su primer revolcón completo. Las reacciones extremas se tocan, digo yo, y seguro que la difunta se estremeció desde el más allá ante semejante y glorioso efecto colateral.

Huelga decir que hoy tengo cita en un tanatorio y por eso me siento más viva que nunca. Con ese extrañamiento que me provocan la muerte y su ritual. Tan postizas, tan reales…