Me sugiere B. que me apunte con él a un club de foodies. Le digo, tras echar un vistazo a la web, que el club debería llamarse “Triperos”, dado que se trata de comer y beber con coartada esteto cultural. Noto que a mí me gusta la buena comida, pero no soy demasiado exigente y en absoluto puntillosa. En general prefiero un buen cocido, una fabada con todo su compango o una paella mixta -mar y montaña- a una melange de berenjenas al oporto. No pido tanto a un  plato, me parece, como a un libro, a una almohada o una promesa de amor. Un foodie es un tragón sin ansia que domina el argot del maridaje y alimenta su currículum de estrellas Michelin. Un ser superior que detecta la nata entre cien ingredientes amalgamados y ama la trufa negra sobre todas las cosas. Un sibarita tocado por los dioses para experimentar un orgasmo delante de un suflé.

A un foodie yo lo miro como Audrey mira el escaparate de Tiffany´s. Ajena y arrobada. A menudo mi agenda me convoca con ellos a la mesa y me gusta observar el espectáculo. Ayer, sin ir más lejos, participé en un panegírico del foie después de paladear un tuétano exquisito, de delicadas notas y matices. Un sorbete de hueso, diría, muy elogiado por todos. Pero el foie se llevó las mejores consideraciones de los convidados, y la foodiefarsante que llevo dentro hizo su aportación al asunto: “Yo podría comer foie sin parar, tres días con sus noches, hasta caer muerta”. Una observación delicada como pocas que hubiera bastado para que el club ése me desestimara como socia, o como camarera.

Los mejores foodierecuerdos de mi vida son  sencillos pero de alta calidad. Unas kokotxas en el Puerto de San Sebastián aquel septiembre oscuro y precursor de la catástrofe. Un bocadillo de tortilla de patatas y un botellín de cerveza helada en mi Asturias, cerca de los bufones, el estruendo del mar con sus virutas plata. El cocido montañés de M. inundado de cariño, karaoke y lluvia torrencial. La ensaladilla rusa de mi padre, las croquetas de jamón de mi madre, los macarrones con chorizo de mi abuela. Un centollo de cumpleaños en un bar despoblado, a la luz de fluorescentes blancos como velas felices, temblorosas, de una primera cita. Mis latas de mejillones de tantos jueves solos y en pijama. Las pizzas de la noche de chicas con película cada viernes alterno, amontonadas las tres en el sofá. Los brunch de los domingos, con amigas. El café seco y solo de cada madrugada. 

Ayer, mientras decidía si me apuntaba o no al club de los triperos, enumeré la exigua lista de platos que domino: Paella para cuatro, lentejas para seis, albóndigas para ocho, cocido para diez. A veces amplío asaltando al Comidista, pero luego olvido y no repito receta. Con esas credenciales, pensaréis, encajo mejor en un club de abuelas o en una cofradía de entreguerras. Y no me parece dramático porque lo cierto es que la cocina me ha salvado la vida. Y cuando un domingo me levanto perdedora,  escéptica o desesperanzada corro a la nevera y saco un puerro, una cebolla, un buen trozo de morcillo, zanahoria,  ajos, sal pimienta, y empiezo a trocear, y pongo a tope fados, o una ópera, y el aceite de oliva obra el milagro al mezclar crepitante los aromas, reducir las texturas y embriagar toda la casa, como incienso de iglesia. Y noto que me invaden las ganas, la alegría.

Así que es probable que acepte la invitación de B. y entre en el club como tripera de honor. Sin esnobismo, sin tonterías. Como lo hubiera hecho mi abuela, gran cocinera que guisaba de oído y un punto pasada de grasa porque había vivido la guerra. Eso que no otorga estrellas Michelin pero sí mucha escuela y de mucho fundamento. “Nena, anda, cómetelo todo, no dejes ese remanente”, me decía. Y comer era querer. Y así lo entiendo aún.