En el siglo XVIII, como hoy, había cuernos, deslealtades, ridículos, estupores, coqueteos, ocultaciones, traiciones, alianzas, más cuernos, desdén, envidia, celos, animadversión, ¿incesto?, provocación, trampas, clasismo, defenestración, estulticia, travestismo, sobornos y demasiado talco en los rostros de las mujeres.

De todo esto habla “Las bodas de Fígaro“, y reto a quien sea capaz de contar la trama en menos de un folio. (Aviso, en la Wikipedia van acto por acto y no hay dios que se entere, en ocasiones hacen falta profesionales de la pluma y la síntesis, la democratización del saber llega hasta donde llega. Y Mozart -y De Ponte, autor del libreto basado en una obra de Pierre Augustin Caron de Beaumarchais– han construido una torre de muchos pisos llena de imbricados laberintos bufos).

Naturalmente, anoche debía triunfar el amor, y mi hermano I. y yo asistimos a tres horas y media sin aliento de tropezones y zancadillas para que eso no pasase, mientras Madrid se entregaba a los nuevos aires del Real. Menos experimental y con más abonos vendidos para la temporada, según dicen.

Como no soy experta en ópera, ni en nada, no voy a caer en disquisiciones mozartianas sobre el montaje. Pero diré que me asombró la espectacular escenografía, el acto en el dormitorio de la condesa de Almaviva donde el sol del amanecer entra por la ventana y juraría que Emilio Sagi sobornó al astro para llevarlo al escenario a deshora y en todo su esplendor (los modernos y modernícolas que prefieren escenarios con dos cubos y una fregona, todo muy conceptual, abstenerse. Aquí no se les ha perdido nada). Y diría también que el jardín enrejado del final era Sevilla y olía a jazmín. Frondoso para ocultar los devaneos del conde, la condesa, Fígaro y Susanna. El enredo de personalidades. Ese baile de pieles blancas y pelucas ocultas bajo capas con capucha y una luna perfecta que va subiendo poco a poco hasta hacerse con el cenit de la representación.

Sol de hoy 7 a.m Un reto para Emilio Sagi

Diré también que me emocionaron las arias vibrantes de la condesa de Almaviva, la voz de miel de la mezzo encarnando a un divertidísimo Cherubino y la convincente interpretación del conde, capaz de vender prepotencia, deseo o estupor con leves gestos y ninguna sobreactuación.

En el siglo XVIII, como hoy, había una íntima y levísima confianza de que al final todos los desajustes se arreglaran, los malos pagaran por sus pecados, triunfaran los buenos y el amor se expandiera a raudales. Se asumía, como hoy, que las buenas intenciones moverían el mundo pero nunca sería gratis. Los amantes se despistarían un rato para volver a encontrarse en un jardín o en el fondo de un armario. Los amos se humillarían ante los esclavos. Los frívolos serían expatriados a la guerra. Los avaros verían cómo se les arrebataba la bolsa de las monedas. Los lascivos pagarían cama ajena. Los cornudos se vengarían y el pueblo llano bailaría en torno a un banquete lleno de deliciosas viandas. Y así, por un rato al menos, lo que dan de sí tres horas y media de cuento, la justicia poética camparía por sus fueros como un bálsamo contra la desgracia y la mediocridad re real life.

Hasta que cayera el telón. Y todos volvieran a sus vidas. En mi caso, a atacar una cerveza con pinchos y animada conversación con I. en la Taberna del Alabardero. No se me ocurre nada mejor, salvo habernos topado con el fantasma de Mozart en alguna esquina iluminada con candiles…