Hay parejas que sólo funcionan como tríos. Otras suman cuando restan y uno se siente más y mejor sin el otro, pero lo oculta hasta que un día comprueba que duerme con un espectro y cuando estira el brazo sólo hay aire, denso aire que sin embargo ocupa lugar y devora el oxígeno disponible.

Están los cuartetos que se apañan yendo al cine en grupo y también las parejas orquesta, que llenan su casa de amigos para que el ruido de las voces ponga sordina a su silencio mortal.

Otras parejas incluso a distancia se sienten dos, pero son perfectamente felices en su aritmética de la libertad. Esa que convierte ochocientos kilómetros en un breve salto sin caídas ni rasguños. Como si una red invisible pudiera recogerlos en caso de un accidente que no es, que no va a ser.

Creo que las matemáticas explican la vida. Tú tienes dos hijas e introduces a una tercera a la que asimilas como una más, y el sistema familiar se tensa y reorganiza. Hay roces, hay turbulencias, amores desatados, pequeños celos, pero se va construyendo un puzzle distinto y formidable a mitad de camino entre el baño lleno de gomas de pelo y sujetadores de distaintas tallas  y la música de Malú en la terraza.

Salir de la zona de confort es incómodo pero a la larga te ayuda a crecer. O eso dicen los de la autoayuda. Se lo cuento a las chukis y me responden “¿de la zona de quéeee?” y de paso les invito a que me despejen mi zona de teclado, porque estoy malacostumbrada a la soledad de una casa con paredes, y aquí donde estamos no es posible.

En lugar de mi rincón rodeada de libros y esos autores que me sacuden e interpelan cada madrugada tengo un único espacio diáfano lleno de camas con princesas dormilonas. Cuando despiertan enmudecen a los pájaros con sus trinos de amanecer, pero no importa. Siento que me irrito, que pierdo la paciencia porque en el fondo no soy nadie sin mis ratos de seis a siete, de nueve a diez. Me restan dos horas de silencio y naufrago. Soy una ecuación tan frágil que me desmorono con un número cambiado y me quedo sin resolver.

Hay familias de tres que mejoran con cuatro. Permutan, varían, se combinan endiabladamente y terminan un día largo pensando cada una un deseo en un mirador oscuro frente al mar, con helados de vainilla en la boca y el cansancio del viaje sobre las espaldas.

Un mar, un helado y una deseo con las manos juntas es eso que arrincona a la derrota. Juntas somos más, chitinas. Y somos mejores. Así han dormido mis chicas, confiadas en que hoy habrá playa y relatos adolescentes. Por mi parte, he encontrado un lugar en la terraza, abrigada con una manta y con las musas cantábricas rondándome el oído tras ocho horas de sueño. Seis más dos de regalo. Un milagro llamado verano. La aritmética del placer.