Que un guapo tenga que adelgazar hasta el esperpento para demostrar que es un buen actor es un desafío peligroso que a  Mathew McConaughey  le ha salido bien. Ayer lo pensaba viendo Dallas Buyers Club. Una película que no le ha convencido a Carlos Boyero pero que me gustó, sobre todo, por la relación entre el protagonista -un tipejillo buscavidas, puesto de coca, de alcohol y de chicas (chochitos, en el argot)  que contrae el virus del sida- y Jared Leno, un travesti también enfermo y dotado de los rasgos más delicadamente femeninos que he visto en un hombre (además de un par de piernas que ya las querrían muchas mujeres).

Lo que empieza en una partida de cartas entre ambos dentro del box del hospital donde el machirulo que ha contraído una enfermedad “de yonquis y maricones” (recordemos que así era en los ochenta) y la travesti con bata rosa y grotesco maquillaje, evoluciona hacia una relación solidaria que cede a la ternura y termina en un cierto tipo de amor. Ese que permite el abrazo cálido y sincero entre hombres.

Siempre me ha llamado la atención la amistad hombre a hombre. Cuando yo era pequeña no se besaban como ahora mis amigos, gays o heteros. Las niñas volvíamos de vacaciones y nos abrazábamos con efusión, pero los chicos apenas se acercaban y componían unas muecas envaradas con un fondo de tímida contención del sentimiento. Como mucho, se golpeaban los hombros en un gesto tan descargado de espontaneidad que más parecía una invitación a la pelea.

Jared Leno, Con faldas y a lo loco

Los padres tampoco iban mucho más allá en las efusiones. Un choque de manos o la palmetada   a distancia prudencial. El mío, que era de los efusivos, sonreía con franqueza al saludar pero guardaba escrupulosamente la distancia de seguridad. Entonces los gays eran “sarasas”, “invertidos”… 0 directamente “maricones”. Y el abrazo cálido se reservaba a los amigos íntimos, que no eran tantos. Y a las grandes ocasiones, como bodas y entierros.

Creo que los hombres han ido conquistando un derecho a la intimidad que se los había vetado. Mientras las mujeres quemaban sujetadores y después se echaban a la calle a reclamar igualdad, ellos callaban y nunca que yo recuerde salieron a exigir con pancartas su derecho a expresar el sentimiento. Abiertamente. Sin levantar sospechas ni arriesgarse a ser marginados por el grupo.

Hace no tanto los padres apenas besaban a los hijos varones. Se limitaban a revolverles el pelo y a explicarles con poco detalle qué era eso de “ser o hacerse un hombre”. Hoy mis amigos con hijos han entendido que ser un hombre pasa por adquirir rudimentos que para sus padres y abuelos eran de mujer. Y que eso no es de maricones. Porque además los maricones ahora son gays. Y aunque algunos aún sufren los portazos airados del armario, muchos, cada vez más, defienden su sexualidad sin disimulos. Y diría que han ayudado a los heteros a manifestarse sin golpear. Con besos, caricias y abrazos de los buenos.

Dallas Buyers Club no es una película perfecta, estoy de acuerdo con Boyero. Pero es una gran crónica de lo que fuimos, contada desde el extremo más sórdido. Y con una carga de esperanza y de ternura muy de agradecer.

Porque sales convencido de que ser hombre hoy -gay, hetero o mediopensionista- es, sin duda, es mucho mejor y más llevadero que en los ochenta.