Mi querida Big-Bang:

Lo peor que te puede pasar es quedarte en casa con trancazo y albañiles golpeando con furia las paredes. Si fuera mi querido U., diría eso de “se me está revolviendo el cromosoma gay”. Pero como no lo soy, diré que necesito unas lentejas y un búnker de titanio. O, en su defecto, una habitación del pánico con todos sus extras tecnológicos y grandes dosis de paracetamol en vena.

Aviso que la neurona febril es torpe y lerda como ella sola, y que me tienta meterme en la cama, si no fuera porque está deshecha como si me hubiera peleado con un troll. Uno de los debates más interesantes en los que he participado últimamente versaba sobre la cama y sus hechuras. ¿Edredón nórdico sin sábana o con sábana? Dos modernas que frecuento reconocieron que lo que les mola es la clásica cama de hotel con sábana y manta bien tirantes, en la que una vez que entras eres como Tutankamon en su ataúd. “No te mueves y resudas a conciencia. Amaneces petrificada y sales reptando boca arriba. El disparate del placer”, argumenta B.

Pero placer y cama-sepulcro no van unidos. No para E. Rubia, sexy y defensora de lo suyo, que celebró su cumpleaños en un parador bien rancio que es también mi favorito: “A mi novio y a mí nos dieron una habitación con dos camitas juntas, con las sábanas tan tiesas que se rompían. Una vez dentro él me dijo: gordi, ¿puedo meterme un ratito en la tuya?. Ni hablar! La cama se comparte, pero el nicho es absolutamente privado”.

Dicho lo cual y dada mi escasa brillantez, procedo a tirarme en el nórdico sin extras egipcios. La mortaja, si eso, la dejo para otro día, y a los albañiles voy a comunicartes por escrito que tengo una enfermedad infecto contagiosa y un oído de tísica tal, que puedo entrar en brote como peguen un solo golpe más en las paredes. Y como perseveren les mando al troll y la lía parda.