“En tiempos de guerra cualquier agujero es una trinchera”.

Así no empieza una de Hemingway. Era el grito de guerra de los amigos de mis hermanos cualquier viernes noche y sí, tiene connotaciones sexuales. La otra versión ya la he contado, pero la repito porque me encanta: “la que a las diez es un dos, a las dos es un diez”. Y sí, se refiere a las mujeres y a su evolución como presas de seducción al paso ansioso de las horas en ese mismo viernes noche sin pillar.

La sabiduría popular hay que revisitarla, que dirían los redichos. Yo misma, que siempre he denostado el comentario global de los taxistas, ahora les doy la razón. “Son todos unos sinvergüenzas”. Suelen referirse a  los políticos y aún no he llegado a ese grado de decadencia moral de seguirles la corriente e indignarme entre la calle Serrano y la Castellana, pero todo se andará. El taxista nunca tira de relatividad. Es el rey del absoluto. Y, salvo excepciones, evita el contoneo por el campo semántico del sexo, imagino que porque el tráfico es despiadado y no da para fantasías eróticas de largo alcance.

Ni de corto.

En tiempos de crisis cualquier atisbo de eternidad es la salvación. Un destello de inteligencia, de genio, de exquisitez. Una pirueta bordeando los límites que trazaron otros que termina justo un milímetro más allá. Pero dentro hay hombres grises que repiten discursos de taxista con ínfulas de sabio griego. Los mercados, la intervención, la quita, el fondo de reserva, la capitalización, el ajuste… La diferencia con el señor que conduce es que huelen a colonia y conducen Audis negros con mucho brillo. Pero sus sentencias, revestidas de trincheras, son pobres agujeros en el asfalto.

En tiempos de zozobra hay que evitar los discursos perfumados como el Metro en hora punta. El que a las diez era un dos, a las dos es un menos diez.

Al menos los exabruptos de taxista no ocultan trampas. Sólo te alteran un martes cualquiera. Y el mar de la Castellana está ahí, a tiro de piedra…

Para todo lo demás, nos quedan Hemingway y sus antihéroes.