El vestíbulo de nuestro hotel huele a Mr Proper. Me gusta el olor a limpio sin embozos de ambientador. El ambientador estándar me revuelve las tripas. Las tripas siempre se dicen en plural, como “mis abogados”, cuando en realidad sólo tenemos una tripa y a veces ni siquiera un picapleitos de cabecera. La mía es una mujer sólida como el pedernal y se llama Esperanza. La fiché por su nombre, por su fortaleza de carácter, por su optimismo sin concesiones a lo naif y porque éramos del grupo del café del Calvo. La última vez que nos vimos ella hacía el Camino de Santiago y se hospedaba en mi pueblecito astur. Los encuentros de paso tienen ese halo de provisionalidad que sin embargo se queda fijo en la memoria para siempre. Un bar de carretera, piernas con los músculos tensos del esfuerzo y la sonrisa sin relajo. Tanto que mi Ado dijo: “Mamá, tenemos que hacer juntas el Camino”.

El Camino pasa por Burgos, esta capital adusta que hoy he paseado a 10 grados, estremecida bajo una chaqueta ligera de algodón. Dormir con manta es el premio necesario a tantos sofocos del sur. La visita a la catedral, un subidón de arte y espíritu que mis tres hijas -en vacaciones adopto a una más para romper el equilibrio del invierno- no comparten salvo que insista con alegancia: “A la salida os voy a examinar de catedral. Os quiero dentro a la de ya buscando el sepulcro de Gil de Ontañón“. Las tres obedecen de inmediato. Nuestra siguiente parada es el Museo de la Evolución. Un edificio magnífico por dentro y anodino por fuera, donde parece que se han exagerado los contenidos para que brillara un continente no tan brillante.

Pero yo de evolución no entiendo, y ayer les confesé a mis chicas que pasé serios apuros para memorizar en su día a qué época correspondía el neardenthal y si Lucy era una australopithecus. Aún así, nos divertimos dentro del barco de Darwin, nos hacemos fotos delante de nuestros ancestros -“este es clavadito al tío A”- y aprendemos cómo murió uno debido a una infección molar y en qué hay que fijarse para llegar a esa conclusión.

A la salida mi grupo se queja de dolor de extremidades, pero resucitan misteriosamente cuando propongo un rato de tiendas. Más si después nos hacemos fuertes en la barra de El Morito, un bar que debiera ser un santuario. En breve nos despedimos de Castilla, el Cantábrico nos llama con su voz atronadora de agua y de tempestades. Debo despertar a mis tres chicas.