Mi gineceo duerme todavía. Anoche les advertí, clavando mi pupila en sus pupilas azules, que ni poesía ni mandangas: ¡todo el mundo a la cama que mañana se madruga!. “Vamos, como siempre”, soltó la adolescente, venida arriba porque tiene cómplice preadolescente y debe demostrar que es tan chulita como la que más. Minichuki, celosa porque el trío le ha roto el duetto, se hacía la Lindsay Lohan ayudada de un look negro radical que su hermana mayor le ha comprado con nocturnidad, alevosía y rebajas de escándalo.

Cuatro mujeres son muchas maletas, demasiadas. Todas quieren, queremos, meter looks para cualquier  inclemencia metereológicas imaginable. Y la cornisa cantábrica da para mucho sobresalto. “Tres pares de zapatos cada una, como máximo”, ordeno, y enseguida apruebo una moción según la cual mi voto de calidad me permite duplicar la cifra. Sí, soy profundamente injusta, pero nadie dijo que en esta casa funcionara la igualdad, porque la que se va a chupar kilómetros y rotondas -esa pesadilla- soy yo y eso me da bula para una maleta tamaño gira de los Rolling Stone, prioridad en la elección de la música (Sugar Man será el arranque) y en el volumen (a tope) y decisión unilateral de las paradas para pises y refrigerios básicos (y sí, cuatro chicas en un coche garantizan muchos pises y muchas paradas técnicas)

Y luego está la pobre Tortu, que nos planteamos entregar a un cuidador espontáneo pero no he tenido corazón (ni voluntarios, todo hay que decirlo). Nuestras dos semanas de convivencia estrecha me han hecho apreciar sus movimientos ansiosos al olor de las gambas secas con olor a podrido. Tortu me ama, estoy segura, y se viene con nosotras aunque deberá cambiar su habitáculo versallesco por un triste Tupper. A cambio, le prometo que añadiré salchichas Oscar Mayer a su dieta, según me han recomendado.

Anoche Minichuki me cogía de la mano en la cama: “Estoy tan nerviosa que no voy a dormir. ¡Vacaciones!” Le recordé que lleva mes y pico sin dar palo al agua, pero para ella estas son las vacaciones fetén (siento la inmodestia). Noches con manta, prados verdes y playas frías. Amigos de entre 10 y 68 años y todo tipo de bichos para cazar. Además de una hermana extra de 13 años y mi amiga A., que se nos unirá en breve para completar un quinteto imbatible.

Aún no son las seis de la mañana y repaso sin mirar las listas que he ido dejando por toda la casa. Me recuerdan a las chuletas que me hacía de adolescente y que jamás abrí después en el examen de turno, por el pánico y porque después de tanto sobarlas me las había aprendido. Estoy segura de que olvidaré algo, como cada año, pero los rituales del olvido merecen respetarse incluso en vacaciones.

Mi alma corre ya por una playa surfera donde al amanecer algunas señoras buscan almejas bajo la arena. Hay un puerto con barquitos y adoquines de hormigón desde donde esta tarde nos lanzaremos las cuatro al grito de guerra de “vivan las chicaaaaaas” (muy original no es, pero funciona) y es muy probable que cenemos en una terraza con olor a mar y la luna al fondo, recordándonos la suerte que tenemos de estar juntas y sin más obligaciones que elegir tres pares de zapatos y un tupper adecuado para que Tortu no nos denuncie ante la protectora de animales.

Feliz día. Mr GPS y yo tenemos una cita de amor. Quieran los dioses que no me vuelva díscola, como acostumbro, y mis chicas y yo acabemos en Rumanía o en Sebastopol, mientras Calamaro se desgañita y el cuerpo se vuelve vacaciones y pide tregua y hace un llamamiendo general a la desidia y a los pensamientos sin costuras.