Mi hermano I. me cuenta que su hija de cinco años le dijo el otro día sin venir a cuento: “Papi, cuando sea mayor voy a tomar un poco de alcohol. Después siguió mirando por la ventanilla, sin interés aparente por desarrollar su titular.

Admiro mucho la determinación, incluso cuando mide menos de un metro de estatura, se alumbra con dos faros azules de una desconcertante gravedad adulta y augura una adolescencia de botellón que imagino gótica flamígera y así se lo hago saber a mi hermano. “Toda familia debe tener algún miembro que se salga del marco” (algunos lo dinamitan directamente). Él, que sin duda destaca entre nosotros por su humor centelleante y genial, me pone al día de sus cuitas y divagamos con ese viejo plan acariciado de concierto más cena t ête a tête. Después dispara dos o tres preguntas muy precisas para comprobar el estado de mis termostatos, me augura un cálido “para marzo intentaré hacerte una propuesta cerrada e irrechazable”, y se despide a su manera: “Vales más que el oro del Perú”.

Ayer una mujer de edad indeterminada pero cercana a los 70 me convenció de que el oro del Perú a veces se encuentra en Matadero. “Yo estoy muy acomplejada por lo que sabéis. Creo que mis textos son muy flojos, pero es que yo no fui a la escuela, ¿sabes?“. En clase se muestra pudorosa y siempre me sonríe cuando se cruzan nuestras miradas. Me gusta esa mujer. Y anoche me conmovió tanto su confesión que me deshice en elogios y lamenté que la oscuridad se tragara su figura menuda, su pelo espeso y blanco, tan bonito, mientras mi amigo R. y yo nos íbamos del brazo a tentar un poco de alcohol mezclado con palabras. Confidencias sin adornos de esas que dejan un eco que vuelve como un bumerang y te despierta suavemente de madrugada.

Admiro la amistad que no hiere pero dice lo que piensa aunque te salten las costuras. Los amigos que son como una colchoneta de flores sobre la que lanzarse sabiendo que te recogerá  y dará impulso para volar. Las conversaciones, las buenas conversaciones que terminan en un “ya verás cómo vas a aprender y yo voy a estar contigo”. La posibilidad de aislamiento en compañía, la ensimismada soledad que se sabe frágil y se tropieza con su propia presencia distraída por el pasillo. Los reencuentros, los libros compartidos, la nobleza. La entrega cuando es mutua. Los consejos a tientas, los juegos de palabras. El cariño y la lealtad a pie de taxi. “El jueves hablamos, cuídate”. La noche de Madrid, con sus farolas tenues y sin perros.

P.D. Cuando sea mayor pienso beber un poco de alcohol, igual que mi sobrina. Pienso seguir yendo a clases que son cruces de caminos con personas que miran por la ventanilla y te regalan sentencias para guardar en un cajón y rescatarlas cuando vienen mal dadas y la escasez se instala en tu despensa y en tu corazón.