Mafalda

“Cuando no sepas qué decir, di siempre la verdad”

El consejo me lo dio hace unos años el ministro Ángel Gabilondo, al que me dirigí una noche después de haberle escuchado en una entrevista en la radio hablar de filosofía de la educación con esa fascinante mezcla de humildad y dominio que no se da tan a menudo. El entrevistador era un enano yoyoísta que se desgañitaba para ser tan protagónico como el otro, citando al Leviathán y a Rousseau con falsa familiaridad y abundante cursilería, a lo que Gabilondo respondía sin afectación y con una contundencia de fondo tal que recuerdo haber pensado: “Este hombre no vale para ministro. Le faltan singermornismo, arrogancia y fondo de corredor de pasillos”.  Pensé que era el político ideal de la polis griega, el sabio, un ser honesto que practica la mayéutica mientras recorre contigo las calles empedradas de la ciudad.

Ángel Gabilondo

Pocos días después, como digo, me lo encontré en una cena. Y me salió la groupie que no soy, y le conté. Me había quedado cautiva de una conversación en la que no decían quién hablaba. Al enano yoyoísta lo reconocí de inmediato, tal es su timbre de voz y su estilo relamido y estridente, “pero a usted, señor ministro, sólo lo nombraron al final”. Aunque era tarde y el sueño llamaba con su canto de sirena, yo estaba prendida de unas palabras que abrían puertas y alumbraban caminos. El asunto era la Educación, eso tan valioso, tan frágil y tan maltratado porque se deja en manos de tipos que no entienden que un sistema educativo no puede cambiarse cada dos o cuatro años sin hacer estragos en la población. Y que los profesores no pueden ser mediocres que eligieron una carrera fácil sin excesiva vocación y que a menudo escriben con faltas de ortografía. (Atención a mis familiares maestros: esto no va por vosotros. Me constan vuestros desvelos por aplicar la excelencia en vuestro trabajo)

Gabilondo me miró sorprendido y en un acceso de modestia dijo que no estaba muy seguro de haber sido concreto en la radio. Le había salido el profesor, sin duda, no el político. Y entonces añadió que, como norma general en su vida, se aplicaba ésta: “Cuando no sepas qué decir, di la verdad”.

El Ministro Gabilondo duró dos exiguos años en la cartera ministerial. Como profesor atesoraba un currículum apabullante, que incluía la publicación de libros con títulos tan sugerentes como “Alguien con quien hablar”, “La vuelta del otro” o “El discurso en acción”. Como titular de una cartera central vacía de ejecuciones al ser transferida a las comunidades autónomas, hizo lo que pudo sin que se le recuerde por una hazaña concreta ni una batalla de sangre.

Hoy se publica el demoledor informe PISA de adultos según el cual los españoles de entre 16 y 60 años estamos a la cola en comprensión lectora y matemáticas y pienso en Gabilondo y en lo que me hubiera gustado que mis hijas hablaran con él una tarde. Y pienso en esos ministros de educación de mi vida. En el Maravall de aquel Cojo Manteca que rompía farolas cuando mis amigas y yo éramos universitarias y las aulas ardían. En Rubalcaba, Esperanza Aguirre o Rajoy… en Wert. Y me pregunto si un político que no se toma la educación como la misión más crucial de su vida es capaz de elevar las aspiraciones y la excelencia de los estudiantes. Si sólo la gestión nos hace sabios y libres. Si caigo en la demagogia más elemental al decir que el ministerio más comprometido con las generaciones ha sido muchas veces como esas asignaturas maría que había que aprobar pero se menospreciaban.

Y cuando viene al caso, como ayer con mi amigo B., hago un homenaje a Gabilondo y exporto su consejo. Y en casa se lo cuento a mis Chukis, que están hartas de esa pedagogía pret a porter de madre que no confía en los políticos en general, y en los ministros de educación en particular. 

“Cuando no sepas qué decir, di siempre la verdad”.

Y añadiría, con la venia de Ángel Gabilondo, una apostilla: “Cuando estés a punto de decir una tontería o una mentira, cállate” 

Yo misma debería seguir el consejo. Ya me callo.