Cuando llega junio se me pone cuerpo de vacaciones y no tengo regreso.

Junio es la perspectiva de días eternos donde estar atenta al desmayo tardío del sol.  Lo mejor del verano es la sensación de que te queda todo por delante, ese urdir planes como si el resto del año nos fueran dados y ahora gozásemos de libertad condicional para domesticar el tiempo.

Y a algunas nos da por redecorar nuestra vida. Ir como una más a IKEA a retozar con las clases medias entre muebles diabólicos que siempre están “chupados de montar” y a los que rezo para que no les sobren ni les falten piezas.

Mi ilusión era traerme la playa al chill out, esa terraza venida a más donde las chukis y yo retozamos, escuchamos música y fingimos que un camarero macizo nos sirve unos aperitivos. Las pobres están muy entrenadas a la ilusión a base de poco, de manera que me siguen el rollo sin pestañear.

La cosa es que al chill le faltaba una mesa merendero con sus sillas porque cenar tiradas en las colchonetas es tan exótico como guarro, así que me fui a IKEA y revisé todas y cada una de las mesas hasta dar con la candidata perfecta: ni grande ni pequeña, estrecha y larga crecedera. Por supuesto, la caja pesaba como un muerto pero la determinación no conoce fronteras, y mi hermana y yo cargamos el paquete con los correspondientes a las sillas, más un extra de sartenes, cubiertos y otros enseres que por supuesto nunca se necesitan pero terminan misteriosamente en la bolsa amarilla cuando vas a esa tienda en cuyo restaurante leí hace poco que la crisis ha empujado a familias enteras a ir a cenar albóndigas por un poco más de un euro.

Lo siguiente en el guión del comprador accidental de IKEA es que te sientas resudado tras resolver el tetrix del maletero, y entonces vuelves a casa glosando lo barato que te ha salido. Un paso imprescindible dado que en breve, no falla, estarás maldiciendo a san Pito Pato porque estos suecos asquerosos no te sirven los muebles montados como dios manda. Que quién te mandaría ser reincidente si el último sofá tenía un muelle sobrante que no supiste acomodar a la estructura y cada vez que te sientas en la esquina Oeste del mismo te acuerdas de la madre de Olof (un nombre muy sueco que debe equivaler a nuestro Manolo).

La cosa es que llegué, comimos y en lugar de dormir la siesta saqué la herramienta (así, en singular, como lo dicen los profesionales) para resolver mi ñapa ansiosamente. Al abrir la primera caja ya me había rajado el dedo. “No importa, ha sido taaan barato”, me dije. Lo siguiente fue extender sobre un trapo los tornillos, tuercas, tacos de madera y eso que se viene a llamar ¿llave allen? pero que yo llamo alien por temor al octavo pasajero. En mi neurosis las conté dos o tres veces. Estaban todas. Las gotas de sudor empezaban a chorrear, pero no importaba, era taaaan barato.

Las indómitas por naturaleza tenemos una tara congénita. Si nos ponen a obedecer lo hacemos a rajatabla. Así que fui soldando las  piezas de la mesa tirada encima y componiendo unos escorzos imposibles para sujetar la madera e insertar los tornillos, hasta que me di cuenta de que me había precipitado y hubo que volver atrás. Las chukis preguntaban: “¿Cómo va la cosa, mami?”. Y yo, va bene, va bene…

Y entonces llegó el momento. La satisfacción del puzzle terminado. Ovación y vuelta al ruedo. Mi mesa con sus sillas, la promesa de noches de gin tonic y Nina Simone. La eternidad en 9 metros cuadrados. La  felicidad, en suma.

Y taaaaaaaan barata, que espero que no se nos caiga a trozos y las chukinas dejen de idolatrarme por mi capacidad para insertar piezas mientras sudo como un currito más y maldigo en siete idiomas, uno de los cuales siempre es el sueco.