Una vez tuve que escribir sobre los clubs de intercambio de parejas. Y aquí aviso a mis amigos de real life que se conocen al dedillo mi experiencia entre camas redondas, jacuzzis burbujeantes y paredes con agujeros sospechosos para meter y luego sacar: sí, me repito.

Como presunta moderna que soy debo añadir cruces a la casilla de transgresión de mi vida o seré expulsada del grupo, dado que no fardo de conocimientos musicales lánguidos (por incapacidad, no por falta de ambición) no practico el malditismo social y no cierro los bares desde hace un tiempo.

Digamos que quise ser swinger por un día, y me busqué un reportaje como coartada. Conmigo vino un redactor joven y guapo. Un hombre al que aprecio mucho y que admite entre otros muchos calificativos el de “bien pelirrojo” y “bien planchado”. Nuestros cicerones serían una pareja de veteranos intercambistas del sexo. Él, para más señas, famoso locutor de famosa emisora de radio. Ella, su novia casi esposa a la sazón. Nada de top models. Ambos un poco pasaditos de kilos según los estándares del “Hombres, mujeres y viceversa”, un programa infecto que ve mi adolescente a escondidas donde a una chica habitualmente poligonera le organizan citas con efebos depilados con cuerpo de gimnasio y después se pelean como verduleros en el plató.

Llegamos nerviosos y excitados al local, sin cartel exterior y en una calle más propia para abrir un chino que un supermercado del sexo. Nos abrió la madame. Una mujer rubia y cálida, de unos cincuenta años, que regenta el sitio con su marido. “La familia que reza unida…”, pensé. En el vestíbulo, unas piernas de cabaretera en cartón piedra adornaban las paredes, sugiriendo que entrábamos en el templo del morbo. Un parque de atracciones eróticas donde no faltaban estructuras horizontales para tirarse (en ambos sentidos) con leves cortinillas de hilo para decidir una semiintimidad o ser visto y  una piscina casi olímpica donde, nos advirtió la señora, “está prohibido eyacular”, a lo que preguntamos “¿pero echan el famoso liquidillo ése que se pone rojo cuando te haces pis o vigilan las erecciones con cámara submarina?”

Mi compañero estaba muy satisfecho por la profusión de lavabos y toallas recién llegadas de la lavandería. “Limpio sí que está, desde luego…”, murmuraba cada dos por tres mientras la madame nos daba la información sobre las estrictas normas de higiene del lugar, señalándonos los platos estrella del menú: una celda estilo Inquisición con sus cadenas y una anorme cama redonda para hacérselo con un coro de ópera más los suplentes cuya pared daba a la piscina, de manera que si no te ponían los del coro siempre podías mirar a las parejas que evolucionaban bajo el agua. Reteniendo, eso sí, la sagrada eyaculación.

Y entonces llegó un pareja de italianos. Delgados, saludables y sin cara de vicio aparente. Mi pelirrojo y yo nos frotamos las manos: al fin íbamos a ver a unos swingers en faena. Ellos no se hicieron rogar. Les excitaba ser vistos -“Claro, si no se habrían quedado en su casa”-, sentencié marisabidilla a mi compañero, que no quitaba ojo de esos dos, ya en la piscina, entregados al arte de  chupar y rechupar cada centímetro cuadrado de sus anatomías. Yo, en mi papel de avezada reportera que lo ha visto todo, contemplaba la escena sin inmutarme.

-Pues a mí esto no me pone mucho, nene. Es como una peli porno sin sonido (los italianos eran exibicionistas, sí, pero mudos como vietnamitas)
-Pues a mí…..un poco sí, respondió mi partenaire, algo avergonzado. Situación que resolvimos de inmediato pidiendo dos gin tonic que nos enjaretamos antes de que el cunnilingus piscinero hubiera finalizado.
-Yo es que soy de excitarme por el oído, ¿sabes? Me gusta que me acerquen la boca y me susurren. Los jadeos poco sobreactuados de toda la vida.
-Ya, entiendo, me respondía él sin gran interés por mis preferencias sexuales.

Para entonces nuestros cicerones se habían quitado las escuetas toallas blancas de la cintura y posaban ante el fotógrafo haciendo posturitas con pasmosa naturalidad, entre los velos sutiles ya mencionados.

-La tiene más bien pequeña, ¿no?, pregunté al pelirrojo pegando un largo trago al segundo gin tonic.
-Hombre, pequeña pequeña…

La cosa se ponía al rojo vivo, teníamos una scoop y teníamos barra libre de gin-tónic. Además, estábamos convencidos de las bondades del swinging, tras comprobar que el local no admitía salidos solitarios y que la madame nominaba a los pesados que se insinuaban más de la cuenta. “Aquí se viene a follar, no a forzar a nadie”, resumió. 

Y entonces llegó ella. Una mujer de sesenta en pelotas, tintada de rubio, los pechos sometidos a una gravedad implacable. Evidentemente se había quedado prendada de Mr Proper, mi limpio partenaire, y no desestimaba la idea de hacerse un trío añadiendo a la rubita just in case. Aquello superó nuestras ansias transgresoras y el pelirrojo y yo salimos escopetados, mientras nuestro fotógrafo recogía a toda prisa y resumía:

-Joderrrrrr. ¡Esto es mucha tela!