-Toda esta semana ando por Madrid. Si tienes un hueco recordamos aquel viaje a Italia del 85 y los 29 años que vinieron después.
-¡Claro! Salvo que yo no fui al viaje…
-¡Claro que fuiste!
-Te juro que no.
-Si te recuerdo cantando canciones de Madonna…

Esta es la reproducción exacta de mi intercambio de wasaps ayer con A., antiguo compañero de COU al que no he visto desde los 17 años.  Naturalmente me invadió el desconcierto. Él debía pensar que yo era otra. Una material girl que en ese viaje al que mis padres no me dejaron ir se contorsionaba sobre la barra de un bar, borracha como una cuba y ataviada con un espantoso vestido de encaje negro acrílico. Una chica divertida y spicy, capaz de volver locos con su golpe de cadera a toda una generación de adolescentes de colegio de curas con las hormonas al rojo vivo.

Pero esa no era yo, porque yo, en aquel curso del 89, era una virgen flaca sin curvas a la vista y ataviada con chándal de algodón de colores -prometo que se llevaban, o lo llevábamos las que no éramos Madonna- y con el corazón roto por un desamor que tardaría en cicatrizar y que la acercaba más al malditismo literario que al pop irreverente. Era, me recuerdo, una de las habituales del “barrio prohibido”. Ese lugar sin fronteras físicas ubicado en las últimas filas de la clase de letras puras donde si no te sabías la lección y El Buque, profesor de historia, citaba tu nombre, un compañero generoso decía: “Ausente”.

En el colegio de curas las chicas éramos transparentes para los curas y para los profesores. La misoginia estaba in the air, como el amor. Diría que se nos consideraba un estorbo  para la concentración de esos hombrecitos que hasta la fecha habían sorteado las distracciones propias de un aula mixta. A. era uno de ellos y lo recuerdo perfectamente. No, no era Elvis Presley ni tampoco Michel Jackson. Era un empollón con los ojos enormes y azules que se sentaba con el cuerpo adelantado y apoyaba la barbilla en los puños, concentrado en la clase. Bastante callado, diría que tímido, aparentemente tranquilo y desde luego brillante. Juraría que estudió Derecho, pero nos perdimos la pista hasta que el dios de las redes sociales nos reunió hace un año, o algo más. Supe que se había casado, como yo, divorciado, como yo, tenía hijas y había escrito un par de libros (no como yo). Y esta semana tomaríamos algo y nos pondríamos al día de la vida. Tres décadas por repasar. Divertido y excitante.

Salvo que yo no soy Madonna. No soy esa chica de ayer. No estuve en Italia en ese viaje porque mis padres eran como la Gestapo y se olían que detrás del Coliseum habitaba el despiporre. O porque ese verano previo a la universidad mi hermana y yo lo pasaríamos en Inglaterra. O…

No era esa chica, pero hubiera matado por serlo. Me habría arreglado cuidadosamente antes de salir a bailar, concentrada delante del espejo y estrenando esa libertad de los diecisiete cuando por fin te vas de casa con tus amigos, kilómetros entre las órdenes y el desacato, y has metido en la maleta a escondidas un corpiño negro y unas mallas. Y tu amiga te presta el eye liner y un rouge (entonces pintalabios) rojo como la muerte, y te sientes ligera y traviesa y sabes que algo va a pasar. Y te tiembla el pulso. Y te miras y ves a otra. Alguien que no eres tú, que tiene licencia para hacer eso que tú no harías. Jeckyll y Hyde. Un asalto a un banco, un revolcón o un striptease. Cualquier ritual antes de ingresar oficialmente en el mundo adulto de la facultad. Y empezar la carrera hacia eso que te han estado diciendo toda la vida: el famoso “día de mañana”. El futuro como meta. Qué estupidez, visto con el tamiz de los años.

Pero esa chica, presente continuo, esa casi mujer que se pinta como una mamarracha no entiende más futuro que la pista de baile, bendita sea. Y esta noche va a dejarse la piel y el alma entre el golpe de caderas y los brazos en alto. Y juro que no ha dejado de bailar, aunque ese verano del 89 no conociera Italia. Y hoy entiende que hay un capítulo pendiente en esa vida que no fue. Y se ha propuesto buscar aquel corpiño que no tuvo y salir a darlo todo. O no, ahora recuerda que ya lo dio todo, y que está en paz con el pasado. Y le invade la ternura cuando piensa en aquel chándal verde y azul, la media melena y el corazón destrozado a machetazos. Y no, no se cambiaría por ninguna de las dos. Y así se lo hará saber a A. cuando se encuentren y no la reconozca. O puede que sí…

-Voy a enseñarte una foto no sea que esperes a otra y te lleves un chasco.
-Te tengo perfectamente identificada. Además no has cambiado nada desde la orla de COU. Ahora me dirás que no estabas en la orla…

P.D. No recuerdo esa orla. Por dios bendito, A., tráela contigo. Necesito rescatar a esa chica que debí ser un día, tres décadas atrás.