Mi querida Big-Bang:

Hace unas semanas tuve mi momento Ava Gardner, pero mi claúsula de confidencialidad me impedía contarlo. Callada como una tumba he estado, o casi, porque es malo para la glotis tanta contención. O sea, que a las amigas y a las enemigas más íntimas se lo he ido contando bajito, con cierto regodeo y un sinfín de detalles que crecían en cada relato, de manera que es posible que quedara pelín barroco, pero yo me debo en cuerpo y alma a la literatura, como sabes. Y los desvaríos campan por otros derroteros.

Bien, pues la cosa es que fui tras los pasos del torero más guapo de España con mi libretilla y mi lápiz de IKEA y me vio con tal cara de ilusión que encargó a su amigo íntimo que me cuidara. En este punto mis queridas amigas apostillan:”Normal, estaba aterrado con la posibilidad de que te lanzaras en plancha en pleno paseíllo”. Lo dicen sin envidia tiñosa (jeje), y yo simplemente sonrío enigmática y prosigo mi relato.

La plaza abarrotada esperaba al héroe y mi celador me condujo por el callejón a una barrera: “No te muevas de ahí ja te maten”. No pensaba, porque según mis cálculos el bicho podía llegar de un salto y troncharme las mechas, que apenas asomaban por arriba para decir un oleeeee! desmayado y escribir mi crónica apresurada, en plan tesis de Nancy pero sin acento yanqui. Busqué instintivamente mi cámara con la mirada y mostré mi mejor perfil, porque si algo he aprendido con los años es que hasta en las situaciones más comprometidas una debe dejar el pabellón alto. El cámara me miraba raro, sobre todo cuando saqué mi catalejo y me puse a mirarle descaradamente, saludándole con la otra mano.

Olía a puro, sonaba un pasodoble y yo me sentía más española que la Piquer. El torero, valiente, empezó a marear al toro con el capote y a hipnotizarlo con unos ruidos guturales que daban tanto miedo como los del bicho. Su amigo, que captó al vuelo de mi sólida cultura taurina, me explicaba cada lance con todo lujo de detalles, asegurándose de que no confundiera un natural con una revolera. A mí me gusta tanto el argot que suelo incorporarlo en las reuniones, para fardar y eso: que si el toro bragado, que si a puerta gayola…Y mi jefa me pone ojillos de “para ya, bonita, o pide que te contraten en “Tendido Cero” o como comparsa de Manolo Molés en San Isidro”.

Ay, cuánto mal ha hecho la envidia a la humanidad! Bien, cuando mi torero fulminó al bicho la banda atacó de nuevo el pasodoble y mi héroe dio la vuelta al ruedo con dos orejas de cartílago ensangrentado, como un gadiador carnicero, mientras la muchedumbre lo aclamaba y las mujeres le lanzaban abanicos y claveles. Al llegar a mí yo le lancé mi lápiz de IKEA, que era lo único que tenía a mano. Él se acercó, me dio un abrazo y comentó el momento. Y entonces sucedió:

“¿Quién es esa rubiaaaaaaaa? Yo quiero que me des dos besos como a ellaaaaa”. Ella era yo, of course, pero con espíritu y sex appeal de Ava Gardner. Henchida de orgullo torero, transportada al olimpo de las diosas de busto generoso y glamourazo postinero. Y debo decir que aún hoy me dura el efecto subidón, y que pienso sacarme un abono en la feria de San Isidro para renovar el momentazo una y otra vez. Ay, Heminway, lo que te perdiste!