Ser joven no es tener veinte años, petarlo en Instagram con tus morritos y aguantar hasta la seis de la mañana sin que te duela el alma al día siguiente. Es sentirse íntima y descaradamente inmortal. Por ti y tus compañeros, pero por ti el primero.

El día en el que ya no es así, y empiezas a ver que a tu alrededor silban los cuchillos, significa que estás encarando la madurez, ese túnel largo y excitante de metraje impreciso y con subtítulos: A tus padres les pasan cosas; a tus amigos les pasan cosas. A tus ex los ves, de pronto, convertidos en señores y algo cargados de espaldas, y entiendes que es posible que así  te vean ellos, en justa simetría y sin remilgos.

Y ese cambio ha pasado inadvertido mientras te pintabas los labios de rojo más rabioso e impertinente ayer por la mañana.

Me agrada descubrir que me gustan los inmortales de entonces  en su versión de hoy, más hecha y asumida; el héroe tan sexy siempre fue vulnerable y buscó su kriptonita. Suelo decir que mis amigas nunca fueron tan interesantes y atractivas como lo son ahora, con algún kilo más y el mandato de la gravedad campando insolente por los talles. Pero el brillo de los ojos sigue intacto, hay más profundidad y más ternura. Las lágrimas asoman al descuido, la risa es más sentida y notas avidez y reverencia.  Esa certeza de que cada rato cuenta y debe ser tratado con mimo de ritual.

Cuando fui inmortal solía empezar la maleta de la playa por el bikini. Ahora la empiezo por el libro y sombrero de paja. La crema bronceadora de mentira. Las prendas de algodón y el calzado más cómodo. En unos días me voy con mis amigas lideresas a tentar el primer mar  y desafiar su espuma gélida con nuestras piernas y avatares de invierno, al runrún de la desidia de esas conversaciones en zigzag que son adolescentes todavía.

Lo necesito, necesito subirme a ese tren rabiosamente y desgranar los acontecimientos como un rosario de cuentas de colores. El Olimpo no es más que una ensoñación literaria y la realidad es que llevas dos años subida una cinta de correr que tira en las cuatro direcciones. “Asia a un lado, al otro Europa, y allá de frente, Estambul”, me he sorprendido recitando esta mañana, oficialmente la de mi vuelta a la carrera, al trote que promete un festival de endorfinas y agujetas mañana.

Añadiré, notaria diligente, algunas de las frases que he escuchado o dicho esta semana, por boca de personas que quiero y que andan cerca de mí en ese laberinto también llamado “la juventud de la madurez”:

  1. Ya me han dado el alta, al fin vamos a casa. Me han quitado la venda pero aún no me atrevo a mirar la cicatriz…
  2. Tienes que ver “Love” en Netflix. Judd Apatow lo ha vuelto a conseguir. Ella es una adicta al sexo, al amor y a las drogas. Él es un looser romántico sin remedio con una nariz tremenda y una sola toalla en su casa.
  3. Mi madre ha ingresado en la residencia, aparentemente tranquila, adaptándose a la nueva vida. Yo así, así. Me cuesta mucho encajar esta situación.
  4. Si no vuelvo a enamorarme nunca más en mi vida me da lo mismo, casi lo prefiero.  En el fondo creo que nunca he querido una pareja, sólo cariño, o sexo, o ternura, o intercambio de ideas con las manos cogidas. Pero eso no tiene por qué ser un novio. Puede ser un amigo, ¿no te parece?

  5. 5. He visto a tu hija liándose un cigarro en la calle con otros dos. Lo mismo era un porro…Creo que está demasiado suelta, tú sabrás.
  6. Necesito saber lo que viene después, y que ese después sea tranquilo
  7. Tienes que ser más pragmática y bajar el listón. Vas a morir de éxito.
  8. Mis espaldas son anchas, cuéntame lo que quieras, chiquilla…

Cuando era inmortal odiaba los domingos por la tarde. Ahora los encuentro deliciosos en su larvada lentitud. No espero nada extraordinario de ellos, hablar conmigo misma al teclado; pasear con una amiga o con mi Brontë. Mirar los desafíos por venir con el rabillo del ojo y respirar tan profundo que me duela, mientras cuento los días con los dedos como solía hacer. Y me descubro nerviosa y expectante como ayer, buscando el bañador por los cajones.