“El amor es comprensivo,  el amor no presume ni se engríe; no es maleducado ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no pasa nunca”. (San Pablo a los Corintios).

Salvo por lo de “aguanta sin límites”, que encuentro peligroso y descatalogado, me parece que este es uno de los más bellos alegatos sobre el amor que recuerdo. Siempre que lo leen en las bodas me emociona, y me hace pensar que con ese baremo tan exigente hay pocos que puedan transitar por la vida en pareja.  Hoy, para celebrar  San Valentín, mi querida A., que me quiere y me lo recuerda cuando ve que las rodillas me flaquean, me ha invitado a “la fiesta de las despechadas” Una reunión de coléricas dispuestas a quemar papeles con los nombres de quienes les rompieron el corazón. Un akelarre de furia y decepción que San Pablo hubiera reprobado, imaginamos, pero que terminará con carcajadas de ron y esa solidaridad femenina que sobreviene cuando se cruzan en una conversación las palabras “ex novio” y “ruptura”.

Creo que el comodín del “te quiero” hay que reservarlo para las grandes ocasiones. Mi generación creció sin que los padres nos lo dijeran, pero hemos aprendido a repetírselo a nuestros hijos cada noche y eso nos hace sentir bien. Pero ¿cuándo decir te quiero a alguien de quien te has enamorado? ¿Hay un momento, un instante de revelación que te empuja irremediablemente a pronunciar esas dos palabras? ¿Decir te quiero compromete, es irreversible, es irremediable? 

Si lo planteo es porque el tema salió en una conversación de ¿maduros? cuarentones hace unos días, y no hubo unanimidad.

-Mi regla de oro es no decir te quiero justo después de un polvo, que es cuando te lo pide el cuerpo.
-A mí me gustaba que él me lo dijera, hasta que se quedó sin contenido y se convirtió en un mantra doloroso. No me quería, ahora estoy segura. 
-Él no me quiere, quiere a otra, esa que lo trata mal, a veces la deja pero siempre vuelve como arrastrado por una fuerza superior.
-Yo estoy superenamorada veintidós años después. A pesar de las crisis, a pesar de los hijos…
-Ya sabes que tiendo a cagarla y a decirles que las quiero antes de tiempo. Me meto en unos jardines yo solito…
-¿Te quiero, te quiero? ¿no será más bien “te necesito”? Ojo con las palabras, que las carga el diablo.
-¿Quererme, dices? No, más bien se quiere a sí misma.
-Es un down emocional, como no sabe decir te quiero me dice “me gusta tu jersey”.

En realidad, si te dicen “me gusta tu jersey” con amor, no me parece tan grave.  El romanticismo convencional apenas ha evolucionado. Es hora de revisar los códigos. De subvertir los mensajes. De pasar por la guillotina los ejemplos lánguidos de amor cortés y descortés. De enseñar a los adolescentes que deben amar locamente pero sin perder la cabeza. Y que deben saber cuándo marcharse antes de que les hieran.

Y que no sólo es el hígado, como nos han contado,  el único órgano que se regenera. El corazón lo hace mucho mejor. Aunque duele. Aunque tarda. Aunque te deja un reflejo que es una punzada aquí o allá, cuando menos te lo esperas. Hasta que un día te sorprendes diciéndole a alguien “me gusta tu jersey”. Y una cosa lleva a la otra…

Queridas despechadas, no comparto vuestro despecho pero iré gustosa a beber vuestro ron. Por el amor que fue, por el que vendrá, por el que se lo está pensando…