“Hay una erudición del conocimiento, que es lo que propiamente se llama erudición, y hay una erudición del entendimiento, que es lo que se llama cultura. Pero hay también una erudición de la sensibilidad. (…) “Cualquier camino -dijo Carlyle-, incluso este camino de Entepfuhl, te lleva al fin del mundo”.

Se me ocurrió que podría afrontar la presentación del libro escogiendo de mis autores favoritos aquello que hubiera escrito yo de tener su talento e inspiración. No voy a hacerlo, descuidad, pero podría bastarme uno que ya he citado aquí varias veces y que me resulta demasiado familiar aunque mi temperamento nunca fue melancólico. “El libro del desasosiego”, de Fernando Pessoa, está tan lleno de lo que soy que me sacude y me asusta. No, su pesimismo vital no es mi pesimismo, pero cuando dice “Me separo de mí y veo que soy el fondo de un pozo” viajo a mi propio fondo, a mi escritura, y recuerdo la última vez que salí de mi cuerpo, en una habitación de cinco por cinco metros, para darme cuenta que debía irme o renunciaría a ser yo ilesa, envuelta en una turba de reproches que alimentaron otros y andan en una cámara hermética, furiosos, indomables.

Cualquier camino nos lleva al fin del mundo. No hace falta viajar, decía Pessoa. Y ha sido leerlo y desear ardientemente volver a Lisboa. Un ardor que debutó el pasado sábado en un concierdo de fados y que me tuvo ayer durante horas escuchando a todos esos poetas de Alfama que gritan su dolor, su amor y desamor, la nostalgia de casas encaladas, esos temas eternos que llora y engalana la guitarra postuguesa.

Ayer, en un brunch con mi amigo R., un hombre que siempre regresa de sus largos viajes incógnitos, le confesé mis ganas de marcharme a Lusitania -así la llamo en sueños- y despertar en Sintra de mañana -eso no se lo dije, lo pienso ahora- para emular los pasos del poeta, del escritor magnífico que se atrevió a decir “No es el amor, sino sus alrededores, lo que vale la pena”. O “Salgo del tranvía exhausto y sonámbulo, Viví toda una vida”.

Fernando Pessoa

Entonces G. me envía una foto por wasap: “Mira, tu casina”. Y viajo otra vez a un campo con hortensias. A un prado tan verde que ya imagino un cuento en el sendero que lleva a esa casita, rodeada de manzanos. Y corro a enviársela a mi hija, a miles de kilómetros, “qué chula”, me responde. Y me quedo exhausta de kilómetros y huérfana de flores. Con tantas ganas de viaje que mi impulso es hacer una maleta, y llevarme lo justo, acaso un libro, mi teclado y ningún desasosiego a ser posible.

Y viajo a ayer, a ese tanatorio donde evocamos los amigos el amor a esa tierra que nos une, tan Asturias, tan verde y tan azul de soledades. Y a nuestro alrededor desfilaban hombres y mujeres, ancianos despidiéndose del amigo muerto, del vecino que fue, y nuestras mentes eran la pura vida, los planes de mañana. Y el aire olía a sidra y a quesos aromáticos, a verdinas tiernas y jugosas. A excursiones por la sierra de Cuera, al frío que azulea tus rodillas de ese río Purón  que nos acoge y sacude hasta las intenciones. Y era puro Pessoa, puro viaje sin moverse de esa casa de muertos donde uno se siente vivo. Las urgencias acuciantes, la Fanta de limón en la cafetería (no recuerdo la última vez que tomé esa bebida tan tonta).

-Estoy enganchado a un autor que se llama Junot Díaz.
-Pues yo ando pensando qué libros me llevaré a Asturias…

Y me llevaré a Pessoa, ese erudito de la sensibilidad: “No exagero ni un milímetro verbal: siento todo esto”. Yo también siento todo, querido amigo. Pero sin ese pesimismo tuyo tan de Sintra y de nieblas. Y preparo la maleta sin abandonar las teclas ni la voz de Cristina Branco.