“Me caso por chulería. Para toda la vida. Me caso porque ella es adictiva, porque tenemos las culpas muy equilibradas. Por su caos expansivo. Porque no te puedes enfadar con ella dado que es poeta. Porque ella transforma nuestra realidad. Porque me ríe todas las gracias. Porque creo que si la vida nos fuera fatal nos miraríamos y nos diríamos: ¿Y qué?”

Mi amigo M. se casó el sábado en el interior de las tripas de Sierra Morena y la suya fue la boda más bonita que recuerdan los viejos del lugar. En realidad en el lugar no había viejos, sólo sus sombras en aullido escondidas entre las ruinas cansadas de un pueblo que fue minero y hoy es un espectro sobrecogedor donde la mano del hombre y la naturaleza se han fundido y aúllan los lobos que no ves.

Mi amigo M. y yo solíamos hablar sobre el amor. Yo, desde el más cruel escepticismo. Él desde una duda razonable pero esperanzada siempre,  con esa ausencia de rotundidad que le agradeces. Y con esa coletilla que regala cuando siente que ha dicho demasiado y teme pecar de enfático, y pliega velas: “¿noooo?”. Mi amigo M. se relativiza todo el día, y luego se marcha y nunca sabes cuándo volverás a verle. Pero siempre te regala frases que engañan y toman cuerpo y consistencia por escrito. Su humildad es casi tan determinante como su bonhomía y su radar inquieto para arrebatar la belleza a los objetos que otros no ven porque no saben dónde mirar como él ha visto.

Mi amigo M. es un fotógrafo brillante que siempre está en China o en Rusia haciendo fotos, y que lo cuenta como si en realidad fuera el reponedor de una tienda de ultramarinos. La misma ausencia de épica, de arrogancia que otros, con mucho menos mérito, habrían hecho suya.

Mi amigo M. a veces llegaba a nuestra mesa y soltaba verdades como puños envueltas en sordina. Otras veces me dijo, y lo recuerdo: “Hoy me he levantado perdedor”. Y seguía comiendo su cocido.

Mi amigo M. se casó el otro día, a esa edad en la que uno no es blanco ni radiante, pero sí un poco sabio y con heridas de guerra que no sangran. Y dispuso un decorado de cuento, a mitad de camino entre una de Visconti o El Padrino. Con cierto aroma a Shakespeare con Puck entre los brotes que adornaban las mesas del banquete, delicadamente trenzados y con nidos donde brillaban, cual diamantes, auténticos huevos de codorniz. Las lámparas de eucalipto que tejieron la novia y sus amigos. Los muebles derramados acá o allá, con balas de paja y telas, espejos y enormes cubas de estaño donde flotaba la cerveza helada y chapoteaban los niños y los bichos del campo (morituri).

Y ya en la ceremonia, el sol aplastando los sombreros de las damas, se arrebató San Juan de la Cruz, callaron las chicharras, se hizo el silencio levadura, crujieron los cristales de las ramas: 

  En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz ni guía                              
sino la que en el corazón ardía.                 

  Aquésta me guïaba
más cierta que la luz del mediodía,
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía.                    

  ¡Oh noche que me guiaste!,
¡oh noche amable más que el alborada!,
¡oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada! 
 

Mi amigo M. se ha casado y se ha desaparecido, como suele. Volverá dando cuenta de su viaje, 
me encontrará más crédula y acompañada por esos dos amigos que me prestó un buen día y que
 suplen con humor sus largas ausencias. Tú tenías razón, faltaba el con quién. Eso tan misterioso
 que un día se hace carne y ya no puedes obviar, se te apodera. Nos vemos a tu vuelta, buen amigo.
 
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