Mi querida Big-Bang:

Te confieso que a veces elijo el arte por hastío. Anoche, como estaba entretenida y motivada por haber superado un lunes indolente y chungo, puse la tele y vi a todos los ministros de Interior del PP juntos alrededor de Aznar. Entré en shock: Todos lucían unas cabelleras frondosas y gobernadas con brushing y gel, la gomina silenciosa.

Tener este ojo de águila me condena a entrar en disquisiciones muy sesudas: ¿la incompetencia previene la alopecia? No estoy segura, porque sólo un día antes Felipe González dio el espaldarazo a ZP (o la zancadilla) y, queriéndolo ayudar, lo colocó con su sola presencia en su sitio, a dos metros bajo tierra. Pero yo sólo podía fijarme en su cabeza plateada y más tupida que el campo de golf de la Moraleja.

Mi padre siempre me ha tachado de “sociata” con una sonrisa benévola. El padre de mi amiga M., rojo y de barrio obrero, daba por hecho que yo era rubia y conservatriz. Las mechas, como el barrio, ejercen un efecto despistante cuando hablamos de filiación política. Hace 20 años era mucho más claro: la izquierda se teñía de caoba o pelirrojo furioso y la derecha iba a LLongueras a darse “rayos de sol”. Hoy se ha perdido el respeto a los colores y a la selección española, no sé muy bien por qué, la llaman “la roja”. ¿Qué pasa con el amarillo?

Pensarás que esta preocupación cromática añade una neura más a lo mío. Pues estás en lo cierto. Yo huyo instintivamente del rosa, del azul turquesa y de los marrones (de éstos me caen mogollón, pero esa esa es otra historia). Cada vez que me compro un vestido rojo para sentirme sexy y Marilyn, acaba desterrado en el armario, y nueve de cada diez días elijo el negro o alrededores para epatar en sociedad. O sea, que soy una mortis, una especie de viuda temprana con escasa capacidad de riesgo. Lo único que me salva es que tengo pelo de rata, no como Ángel Acebes o Jaime Mayor Oreja. Uff.

Buen pensado, puede que elija el arte para eludir las interpretaciones cromáticas. Un cuadro es impresión, sacudida, provocación o calma. Me gusta recorrer las galerías sola y que nadie me explique qué pretendía su autor. Odio los auriculares donde una voz impostada y naranja te invita a pensar en el sentido correcto. Yo querría, en todo caso, una orientación en tono bergamota o cilantro, pero como no existen esos colores porque somos cromáticamente convencionales, me quedo con el silencio arcoiris e interpreto a mi libre albedrío.

Así que, al igual que Holly Golightly, me dispongo a vivir un día verde con reminiscencias doradas. Lo mismo me planto un vestidito cóctel amarillo y un Marlboro con boquilla para echarme a la calle y puede que me salga a una terraza a cantar Moon River con mi voz desentonada y febril. Se acabaron los convencionalismos, las siglas asociadas a un pantone, el tinte inadecuado y el pensamiento azul cobalto (¿casi negro?). Voy a ser británica y a mezclar sin tino. Desatino o muerte. Cromaticidio al poder. Fijo que así consigo un pelo Pantene para la eternidad.