De vez en cuando, a mi adolescente le da por hablar. Normalmente soy yo la que intenta arrancarle unas palabras, mientras ella se afana vertiginosa con el móvil, y apenas obtengo gruñidos de indisimulado fastidio.

Pero entonces un día se levanta y quiere tener una conversación que en realidad es un soliloquio en el que destila, imagino, todo lo que ha ido arrojando al caldero humeante y contradictorio de su adolescencia. Y hay que quedarse muda, y mirarle a los ojos porque si te pilla en un descuido te lo hará saber:

-Mamá. Mírame que te estoy hablado.

(Más te vale dejar de respirar).

Lo comentaba ayer en París con mi amiga O., a la que apenas veo si no es alfombra roja mediante, cuya adolescente la ametralla de cuando en cuando con sus avatares. Cuando el padre hace un intento de intervenir en la conversación, sale trasquilado: “Vete, papá, esto es de chicas”.

A veces uno habla pero no quiere conversar. Sólo desahogarse. Entre adultos esto está muy mal visto. Somos exigentes y esperamos nuestro turno de palabra, que no llega. Todos tenemos amigos con los que pasamos una tarde entera y al llegar a casa nos damos cuenta con dolor de que hemos sido el frontón de la palabra/pelota ajena. La réplica en un ensayo teatral donde el protagonista siempre es otro. Y entonces cabe preguntarse si ese rol lo elegimos o nos vino dado.

Investigo los roles con curiosidad obsesiva de científico de tebeo. El otro día el hermano de una amiga me decía que no tenía claro el suyo respecto al bebé que va a adoptar su hermana. “No sé si soy el tío, o  el padre, el protector…”. Tener claro el rol en una relación debe ser balsámico, supongo. Te ayuda a colocarte en el lugar exacto de un escenario e ir moviendo las fichas lógicas en un baile de precisión que no es la vida.

Adolescentes

Porque a menudo llega el director de escena y te pega un empujón: “baja el tono, increpa con las manos, sé más agresivo”, y entonces te mareas y el vértigo te hace perder el paso, y tratas de repetir tu réplica, pero no.

-Mamá, ¿me estás escuchando? Decía que en el test del colegio había que elegir opciones aunque ninguna te gustara. Por ejemplo, si preferías lavar cabezas o sembrar semillas. Y yo puse lo primero ¡pero no quiero ser peluquera!.

Suspiro de alivio. Mi adolescente no quiere ser peluquera. (No es que no me gusten las peluqueras, la mía es una filósofa del pueblo, pero terminan con varices y escuchando las miserias ajenas sin cobrar) Mi niña no quiere eso pero quiere hablar. Necesita desesperadamente hablar conmigo. Sin que yo diga nada o casi nada. Y me veo eligiendo cuidadosamente las palabras, segura al fin  de mi rol. Y ella habla y habla, y se toma su café a pocos metros de mí. Y entonces suelta:

-Mamá, ¿aún no has escrito tu blog?
-No, hija, verás, estaba hablando contigo.
-Pues venga, ponte ya que yo voy a estudiar.

Y aquí estamos las dos, en un salón. En ese silencio plácido que sigue a una verdadera conversación entre dos que chocan a menudo, pero saben que las heridas que se hacen son rasguños. Roces inevitables entre actores que se suben a unas tablas llenas de agujeros, resaltes y astillas. Nada irreparable, la vida en este microcosmos imperfecto llamado familia.