Mi querida Big-Bang:

La mente enferma que acuñó el título “El silencio de los corderos” no había dormido jamás en el prado astur. O, por el contrario, quiso hacer una ironía y le salió una de psicópatas. Que en el fondo viene a ser lo mismo. Constato que los corderos se pasan la noche dando por saco con sus cencerros, pero anoche, cuando los escuchaba, me salía la palabra “cascabeles”. Y una neurótica obsesiva no puede conciliar el sueño cometiendo tamaña imprecisión, así que distraje la madrugada entre sinónimos cantarines -¿badajos, esquilas, campanillas?-, mientras los animalillos meneaban el cuello compulsivamente a menos de tres metros de mi ventana.

“Qué descansada vida la que huye del mundanal ruido y sigue las sendas por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido…”. Ya sabes lo dada que soy a recordar absurdeces. Recuerdo perfectamente que esto lo estudié en segundo de BUP, y creo recordar que entre los tópicos del Renacimiento estaba el “menosprecio de corte y alabanza de aldea”. Pero nadie nunca, y menos los sabios -que son unos ladinos, como es bien sabido- hizo mención a los ruidos, olores, picotazos y demás componentes letales del campo. Ni, por supuesto, a los perros salvajes.

Situación: anoche las chukis y yo quisimos estrechar nuestros lazos maternofiliales y nos echamos a las calles del pueblo, vestidas como tipejillas para pasar inadvertidas. No llevábamos cien metros cuando nos salió al paso una jauría de chuchos pulgosos ladrando como si el apocalipsis estuviera a la vuelta de la esquina. Sí, aquellas ratas piojosas querían pìllar cacho tierno de niñas y sacaron de mí a la madre loba que llevo dentro y sólo se asoma el primer día de las rebajas. Grité haciendo aspavientos como una loca de las que volaron sobre el nido del cuco, y el viejo de los perros salió dispuesto a reducirme.

“¡¡¡Ate a esas ratas o le juro que las atropello con el coche, desgraciado!!!”, bramé. El tipo se envalentonó un rato, pero debió verme los ojos inyectados de sangre y terminó mascullando una maldición y recogiendo a sus fieras. Las chukis temblaban, pero no sé si por el mido al mordisco o a una reacción similar el día que las pille haciendo botellón o dándose un morreo con un zangolotín en la escalera de casa. Dos hits a los que toda madre de real life se enfrenta tarde o temprano.

Mucho me estaba durando la templanza, pensarás triunfante. Sí, cierto. Una cosa es que me baje de los tacones y me ponga una hierbecilla entre los dientes como una Julie Andrews cualquiera, y otra que un cencerro en La menor me parezca música celestial. Hay que ser muy hierbas y tomar mucho genjibre para eso, ¿no te parece? Una puede fingir todo menos orgasmos y campechanía, de manera que a partir de ahora saldré con un spray antivioladores a la calle y la emprenderé contra todo bicho que se acerque a mis cachorrillas. Avisados quedan.

Sí, qué descansada vida la del agro y sus cascabeles. Anoto: “comprar un par de cencerros de design para asegurarme en todo momento de que las chukis andan cerca”. Anoto: “comprar un set completo de tapones para los oídos y alguna pastillaca por si los putos corderos insisten en colarse a mi habitación”. Qué bonito es el campo, oyes…