Cuaderno de bitácora vacacional: llevo cuarenta y ocho horas sin mantener una conversación adulta. Uno de los efectos colaterales de mi compañía adolescente es que se empeñan en hablar de las cosas de su edad. Y sí, es cierto que Minichuki va más allá y hace agudas observaciones del panorama social que nos rodea, pero diez años, aunque sean resabiados, no dan para tirar cohetes ni para comentar, por ejemplo, que el costumbrismo en literatura es una carga explosiva. Si tiene mala calidad te estalla en la cara y te dan ganas de llorar.

Ayer por la tarde en el puerto desde el que nos tiramos al mar como sirenas de Splash pero menos macizas que Daryl Hannah, arranqué un libro -el de “Instrucciones para una ola de calor“, que en la segunda página se puso costumbrista low profile. Estuve a punto de cerrarlo y tirarme al agua, o cerrarlo y tirarlo al agua, pero me lo pensé dos veces y avancé un poco más. Me hubiera gustado tener cerca a un adulto para leerle un párrafo en voz alta a ver si lo mío es purismo o manía. Pero a mi lado sólo había un padre con trazas de divorciado reciente que se las veía y deseaba para contener en solitario a dos niños insoportables. Una escena costumbrista en toda regla.

El costumbrismo literario requiere un sólido andamio estructural en su trastienda. Debes contar lo anodino para desvelar un drama que se oculta detrás de la cortina o en un estante del frigorífico. Una pareja que friega los platos y se los va pasando es cotidiana y aburrida salvo que te cuente que su matrimonio está en vías de destrucción con dos gestos descriptivos y unas pocas palabras. (Carver, yo te invoco). Poner a fregar a una pareja para comprobar que uno enjabona mejor que el otro y recargarlo de adjetivación innecesaria es un anuncio de Fairy, un puro gatillazo con espuma. (Eso es lo que pienso, pero es probable que la ausencia de conversaciones adultas me esté afectando al hipotálamo).

Claro que un adulto no te garantiza una conversación adulta. Y la playa es el mejor banco de pruebas para reforzar mi teoría. Dos señoras apretaban ayer el paso y sus orondos traseros de punta a punta de la orilla hablando de por qué fulanita se empeña en venir de vacaciones sin servicio, con la mala imagen que da semejante atrevimiento. “Tanta casa y tanta habitación para deslomarse fregando, chica”. Yo, que en lugar de servicio me he traído tres esclavas aferradas a sus teléfonos Samsumg y una tortuga, estuve a punto de intervenir, pero andar deprisa y apretar mi propio trasero sin descordinarme me impedía incorporar una tercera acción, así que me contuve y me hice la muerta mirando al cielo soleado. Ese bien preciado por escaso de los que amamos el norte.

Luego decidí hablar conmigo misma. Desdoblarme, salir de mi cuerpo por turnos de treinta segundos. Y comprobé que soy una interlocutora cortante, impaciente y bastante económica en el lenguaje. Algo que sin duda debe resultar molesto a mis amigos adultos. Mi otro yo se empeñaba en corregirme las discordancias, las imprecisiones y hasta las cacofonías. Decidí que ser adulta es darle vacaciones al corrector ortográfico y sintáctico y concentrarme en comprobar cómo la luz cambiante del día va alterando con su caricia el mismo puerto pesquero, el club social o la azotea desde donde el mar nos azota y nos transforma para siempre.

Los adultos somos esos seres que hablamos mucho pero miramos poco porque casi todo lo damos por sentado. Y desde que no tengo un adulto a mi lado para intercambiar palabras de alto nivel, me paso las horas observando una calle de piedra que sube y se desmaya en un camino escoltado de magnolios que muere justo en un acantilado gris. Un mirador que se arroja sobre la playa creciente o menguante según ordenen las mareas. Una pradera verde donde los adolescentes tontean en biquini y un kiosko que sirve deliciosa cerveza helada al atardecer.

Ser adulto es afrontar la falta de compañía de otros adultos como una oportunidad de estar callado y construir escenas con los dedos. Y si te sorprendes con un arrebato costumbrista de bajo nivel, darle a la tecla de delete y salir a correr un rato y a bañarte en la playa fría de amanecer. Justo lo que pienso hacer ahora.