John Berger

“Yo me acerco a los lectores como si ellos también fueran huérfanos”

Los días de lluvia se inventaron para atrincherarse en casa y practicar el deporte del hallazgo en los cajones o el arte de la cocina sin receta. Para invocar a las musarañas, rematar una lectura postergada. Para ser fulminada al Scrabble, para tensar la cuerda con tu adolescente que anda como bestia encerrada y se mide a través tuyo y te provoca hasta sacar a la fiera. Fiera balbuceante al compás del tamborilero de las gotas de agua vengativas que apedrean el patio. Las afueras.

Y entonces John Berger, tan amado, regresa por sus fueros e ilumina palabras, poderoso. Cumple noventa años, y rescata de la memoria una infancia huérfana pese a tener padre y madre. Y es una sensación que todo el que percibe reconoce al instante. Tener progenitores no te convierte en hijo. Ni tener hijo en madre cuando hay una tensión que descoloca y en lugar de respirar apacible desenfundas tornillos y navajas oxidadas, juras palabras feas y pierdes a tu juego favorito con ese compañero imprescindible que te gana sin rastro de arrogancia.

Como huérfano uno aprende a ser autosuficiente, y los trucos de los oficios que eso requiere. Uno se hace freelance, un freelance desde los cuatro o cinco años más o menos. (…) Propongo una conspiración de huérfanos, rechazamos toda jerarquía, damos por sentada la mierda del mundo e intercambiamos historias sobre cómo, a pesar de todo, sobrevivimos. Somos impertinentes”.

Mi John Berger no entiende de lugares comunes, es una constelación de sí mismo, que estalla y te ilumina. La orfandad es un estado del alma. El mundo está plagado de solos impertinentes que defienden su ira y su estupor con armas blancas. Dos solos reunidos que respiran sin balas es una historia de amor, un desafío. De siempre me atrajeron los solitarios, encuentro cobardía en los gregarios y un toque de cinismo, de hipócrita ternura. A Berger su madre no le leyó jamás. Qué soledad tan sola.

-¿Por qué nunca has leído mis libros?, le preguntó un buen día. “Porque quería que siguieran siendo tan buenos como yo imaginaba que eran”. 

Un sábado de lluvia se orquestó para eso. Para adelantarse al amanecer, tan perezoso. Poner un cocido en la olla, escribir a trancas y barrancas, y salir al gimnasio con bríos prestados de otra yo, y comprar a la vuelta heroico pescado fresco y fruta  aburrida de invierno. Y discutir con la pobre adolescente que se golpea a sí misma cuando saca los guantes de boxeo contra ti. Y deslomarse de dolor menstrual, esa puñalada periódica, asesina. Y dormitar la siesta, hecha un despojo, y peregrinar por los periódicos hasta llegar a él. A ese hombre necesario que ha cumplido noventa, y espero llegue a cien.

El silencio no miente”. Dice él. Y fisgo su escritorio en la foto que publica el diario. Y creo que la orfandad nos lleva a rodearnos de objetos, de palabras que abrigan aunque sigas perdiendo la partida. Y el estremecimiento de salir a la calle, las aceras tan frías,  desoladas de agua. Las botas desmigando los bordillos. Y el gozo de volver al abrigo, a estremecerse al primer golpe de aire tras un día de zozobra sin angustia, parsimonioso como el paso de la oca y huérfano como escritor que añora el reconocimiento de la madre. Que escribe para ella, pobre John, como quien lanza un fardo al mar embravecido. Y el Otoño por fin, y es soledad al fin acompañada, y es tarde con calor de radiador y ese olor a puchero que no nos abandona y nos abraza.

Y es silencio de casa que aún dormita. Y son estos objetos sobre mi mesa nueva, mi guarida, mi centro de gravedad con foco defensor de las tinieblas. Y no hay engaño posible. Y es domingo.

(“Escribo cada página tres o cuatro veces, cambiando palabras para llegar a la precisión de la lógica y el pensamiento que el lector puede agarrar”. John Berger. Babelia. Ayer)