Tras el perdón del Rey, llega el perdón de Urdangarin. La familia que pide perdón unida, permanece unida.

A mí siempre me han dicho que de nada sirve disculparse si no es de corazón. Viene a ser como jurar cruzando los dedos por debajo de la mesa.

Una vez pegué una patada a una profesora. Yo tenía cuatro años e iba a parvulitas (así se llamaba entonces la educación infantil). Me montaron una bronca monumental, y mis padres me arrastraron de las orejas a disculparme ante la profesora, que había osado decir que yo era como Fátima Carrera, la mala más pendenciera del curso. Pasé tanto miedo que pedí perdón para quitarme el humillante trámite de enmedio. Pero vive dios que no estaba arrepentida.

Hay patadas que se dan con toda su intención, con toda su justicia. Y robos que se visten de eufemismos y terminan archivados en el cajón de un juez. Luego están las ceremonias diseñadas por la Iglesia ad hoc para salir con el alma blanca nuclear. “Examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia”. Aún me acuerdo del libro de estilo, pero cada vez me parece más sorprendente que no haya una cláusula que imponga pedir perdón al agraviado y restituir el ultraje.

El Rey no va a disculparse ante el elefante abatido, y Minichuki -que el otro día se postró para su primera confesión- no lo entiende. Con once palabras don Juan Carlos subido a sus muletas ha resuelto el trámite y los españoles lo han perdonado. O eso dicen las encuestas. Su yerno Urdangarin, parece, está a punto de llegar a un pacto con el fiscal y restituir unos euros al erario público para evitar la cárcel. La ejemplaridad, en este caso, funciona a la inversa: en lugar de pagar la culpa, pagas el Cebralín de la mancha, la clareas y aquí no ha pasado casi nada. Minichuki tampoco lo entiende.

Llegué a mi primera confesión muerta de miedo. Recuerdo la iglesia del colegio Claret, que entonces me pareció gigante y oscura. Recuerdo una ristra de confesionarios y una cola de niñas que tiritaban ante la idea de contarle a un señor siniestro con alzacuellos sus pecados. No sé si estaba arrepentida de haber 1.Desobedecido 2.Pegado a mis hermanos, 3.Tirado la merienda… y un  largo etcétera de faltas tan ridículas que hoy me parece cruel esa solemnidad con la que arrastraron a esas reas de siete años -esa era mi edad- al banquillo de los acusados.

Cuando Minichuki manifestó su deseo de hacer la comunión, y nos vimos el otro día en la ceremonia de la primera confesión, la que temblaba era yo. Me sentía culpable por arrastrar a mi hija a algo que había sido traumático para mí. Me pasé una hora sin dejar de mirarla, varios bancos por detrás de ella, que parecía tranquila. Por fin le tocó el turno. Crucé los dedos, contuve las lágrimas. “Mami, le he contado al cura unas cuantas cosillas y que no me voy a vestir de novia”, me contó ella después, confiada y feliz.  

La maldición familiar se había roto, y volvimos abrazadas a casa, ya de noche, hablando de las tortugas que va a recibir como regalo. En un momento dado le pedí perdón por las veces que la regaño de más; por las veces que la atiendo de mala manera al teléfono cuando me llama y estoy en el trabajo. Por no ser una madre excelente, como ella se merece. La pequeña me miró con su cara de ratón listo, echó una sonrisilla y sentenció: “pero mami, si eso no es nada…¡Y encima me dejas tener tortugas!”. 

Me sentí perdonada como nunca. Ahora sí.