El primero fue un Ribera llamado “Antídoto”. Después, un extremeño que elegimos por la poesía de su nombre: “Habla el silencio”. El tercero venía de Toro, creo recordar, y el cuarto de La Rioja, bautizado injustamente “Corriente”. Al quinto, me temo, ya no retuve el nombre pero sí la copa, algo tambaleante, brindis va y brindis viene. Y aún hubo un sexto -seis toros, seis- antes de sentir ese calor familiar que acompaña al bamboleo de quienes ya no caminarán rectos, al menos por una noche.

Con el paso de los años he ido encariñándome con el vino. Sigo sin saber de uvas, jamás retengo los nombres y naufrago cuando intento adivinar qué estoy bebiendo. Pero  hay un momento de respeto cada vez me acerco  a una copa, la muevo, acerco la nariz -según el ritual aprendido- y dejo que  el primer trago rojo (mejor que blanco, soy tan ignorante como maniática) invada mis sentidos.

Dicho esto, debo reconocer que me acerco a la cultura del vino cargada de prejuicios. Hay demasiados advenedizos, mucho esnob y una enorme presión social en algunas mesas donde casi nadie opina hasta que lo ha hecho el que supuestamente sabe más de la materia. Y pobre de ti como no coincidas con el veredicto. Cuestionarás tu paladar, tu lengua y hasta los cimientos de tu educación general básica.

Con el cine a veces pasa lo mismo. Algunos críticos hablan y escriben al rebufo de sus gurús. He ido a muchos pases de prensa en mi vida y la secuencia suele ser como sigue: termina la película, se encienden las luces y todos miran a tres o cuatro periodistas. Corren a saludarlos y hacen un comentario cínico, una medio frase poco comprometida y esperan a que hable el oráculo. “Floja de guión, muy bergmaniana…” . Aliviados, los coristas desarrollan la réplica y es un ejercicio divertido comprobar al día siguiente coincidencias  al repasar las críticas.

Ser independiente nunca fue fácil. No nos preparan para tener ideas propias, sino para coincidir con las ideas dominantes. Pasa en el colegio, en la política, en la moda, en el cine y, claro, en el vino. Y suele suceder que quienes tienen eso tan valioso que se llama criterio no suelen presumir, sino disfrutarlo como el que se abre una botella de buen vino en soledad, al volver del trabajo, y no piensa si es tempranillo o  verdot, sino que algo dentro de su alma se expande y le calienta el corazón. Beber es un oficio de valientes. Pero hay una delgada línea ¿roja? que separa al buen bebedor del borracho.

La resaca es el precio que hay que pagar por pretender apurar las denominaciones de origen en una sola noche. Entonces llegas como puedes a la cama y el colchón es un barco tambaleante de Turner en la tormenta. Y toda la épica del vino se ha evaporado y echas agua al fuego que hace estragos mientras inventas tres o cuatro títulos de novela que, horreur, no puedes apuntar porque estás mareada como un pato. Y sientes que has profanado la regla sagrada del vino: probar y escupir. Y al releer por la mañana los nombres qe apuntaste al vuelo compruebas que bien podrían ser denominaciones de toros y la noche una corrida de grana y luces donde saliste con algún revolcón y toda la gloria.

Lo mejor de no entender de vinos es que te puedes permitir relatos inconexos y seguir bebiendo como si nada hubiera pasado. Lo mejor del cine es que la sensación cuando se encienden las luces es absolutamente única.

P.D. Ayer vi la película “Cumbres Borrascosas” y me pareció un ejercicio valiente de dar voz a la naturaleza y quitársela a los personajes. Los movimientos de cámara, mareantes. La esencia de la novela de Emily Bronte, bien captada. Larga, muy larga, quizás demasiado larga. Sin concesiones, te contagia con el golpear del viento el malestar de los personajes. Abusa de recursos efectistas. Pero tiene algo que te impide rechazarla, que te lleva a cierto reconocimiento íntimo. Dado que mi cultura cinematográfica es tan vasta como  la vinícola, corro a ver qué han escrito los críticos. Quiera dios que no coincidamos en nada.