Concha García Campoy

Cuando yo era becaria en la Cadena SER Concha García Campoy entrevistó un día a Corcuera y, tras recibirlo a puerta gayola, le puso la canción “Lía“, de Ana Belén. El entonces ministro, tosco y arenoso como era, se enterneció dado que se trataba de su canción favorita y la periodista pudo arrancar la charla con un plus de intimidad que le permitió sacar jugosos titulares.

Cuando yo era becaria en la Cadena SER Concha era una estrella que se pintaba los labios en el cuarto de baño minutos antes de torear un miura. Y si coincidías con ella frente al espejo era muy probable que te dedicara un comentario breve y amable, justo antes de correr hacia la cabina, calzarse los auriculares para aproximar su boca recién pintada al micro y sacar el capote para citar con esa dulzura de cemento armado que tenía.

(Un becario es un testigo privilegiado de tu incompetencia y de tu grandeza. Una pieza fundamental en la estructura del edificio. Cualquier responsable de recursos humanos debería interpelar al becario para saber qué clase de jefe ha contratado).

Miuras

Cuando tenía 21 años entré en la Cadena SER de Madrid como becaria, con gesto aguerrido y un respeto reverencial que se parecía bastante al miedo. La redacción estaba, como hoy, en la Gran Vía y estrenaba nuevas instalaciones. Había un tipo tímido, destartalado e irónico llamado Carlos Llamas que volvía locas a las mujeres. Otro apellidado Pindado que llegaba siempre con ojeras de haberse corrido una farra. Estaba un tercero, Nacho Lewin,  que conducía un programa de coches y ponía ojitos a la altura del culo de las becarias incautas. Manuel Campo Vidal era el rey de la madrugada y me apodó “Kóskotas” tras una discusión sobre el banquero griego y los acentos en los nombres. Andaba por allí un nervioso Luis Fernández, con ojos dos metros por delante de su cuerpo, ávido y listo como el hambre, que llegó a ser director de RTVE años después. Y era fácil cruzarse, no se me olvidará, con José Ramón de la Morena, que estrenaba “El Larguero” con su mirada bífida.

Pero sobre todos ellos destacaba Concha García Campoy, altísima,  con esa melena impecable y contundente como su voz. Concentrada en la pantalla de su ordenador, concentrada en el pasillo que conducía al estudio. Amable pero valiente a la hora de preguntar. Y la becaria curiosa tomaba buena nota de sus gestos descargados de cualquier atisbo de arrogancia. Los de una soprano que interpreta por enésima vez Ámame Alfredo, de La Traviatta, con la misma tensión reverencial que el primer día.

Cuando era becaria en la cadena SER aprendí que hay que tener un enorme respeto por lo que haces, aunque lleves años de rodaje y todos te aplaudan. Aprendí que muchas estrellas lo son hasta que las conoces y las bajas a patadas de tu firmamento personal. Que plantarse frente a un toro es una pesadilla aunque lleves mil trofeos con cuernos retadores. Aprendí que hay jefes trepas, jefes capullos, jefes entregados a mejorar a sus subordinados. Aprendí que estar de vuelta de cualquier cosa es un viaje por un río plagado de cocodrilos hambrientos.

Y aprendí que pintarse los labios justo antes de una entrevista no es coquetería, sino un ritual sagrado. El empujón para salir a matar. Con hormigas en el estómago. Con esa tensión que, veintitantos años después, sigo teniendo cuando me siento frente a un personaje y, mentalmente, le pongo “Lía” para templarlo. Y es un milagro si se establece esa corriente de simpatía, de confianza o de discusión de altos vuelos. Como Concha conseguía a diario, pero salvando muy mucho las distancias.

Cuando era becaria, ya termino,  aprendí que los becarios tienen nombre y apellidos, que las estrellas son efímeras si no sudan su talento, y que el periodismo es el arte de hacer que brille el personaje entrevistado, o se pegue el batacazo sin que a ti se te noten los hilos que has tejido para llevarlo al centro de la plaza. Eso que sólo algunos hacen bien. Una faena cuajada tras citar a puerta gayola, como Concha García Campoy.

http://www.youtube.com/watch?v=3JE4mIB54mI