Con unos buenos ingredientes se puede hacer alta cocina o un buen desaguisado. Esto vale para el amor, para un examen y, desde luego, para el cine.

Ayer fuimos a ver “La invención de Hugo”, esa peli de Scorsese que se llevó cinco oscars, entre ellos a los mejores efectos sonoros y a los mejores efectros visuales.

Cuando premian el efectismo hay que empezar a sospechar. Las personas efectistas se quedan en nada una vez que han soltado sus polvos mágicos. Hablan, pegan un golpe de melena y levantan un pequeño vendaval que, cuando pasa, no ha cambiado absolutamente nada tu vida.

Pues con Hugo y su invención me pasó eso ayer. Hay momentos de gloria y fascinación, una música envolvente, alguna secuencia que es pura poesía y al final, cuando termina la película, te queda la sensación de que el gran Scorsese quería contar una cosa, se lió y empezó con otra y al final tuvo que pegar con engrudo ambas para llegar al happy end. Minichuki fue arrugándose en la butaca según pasaban los minutos -muchos- y se hinchó de gominolas a hurtadillas mientras soñaba con ser Hugo y fisgar la vida ajena desde los relojes de una estación tan bella como una catedral. ¿Te ha gustado la peli, chitina? Y ella: Sí. ¿Por qué? Y ella se encoge de hombros y no contesta. La sensación sin discurso. O el impacto del 3-D que a mí me sobró y me tuvo todo el rato acercándome las gafas a la nariz como cuando era miope.

Conste que sigo siéndolo, pero ahora sólo en la intimidad. La miopía es un estado de ánimo y eso el láser aún no ha podido eliminarlo. Los miopes de espíritu vemos la vida sacando mucho el cuello en busca de perspectiva. “Si el mundo es un mecanismo perfecto, cada uno somos una pieza de él y por tanto no sobramos”, venía a decir Hugo en un momento dado a su repelente amiguita con boina. Y fue bonito. Si no fuera porque los mecanismos perfectos sólo existen en la relojería y en las fórmulas matemáticas y -esto no se lo dije a Minichuki- al final uno se pasa los días tratando de ser un engranaje imprescindible en el único mecanismo que controla, que es su propio ser.

Lo malo de ver una película fallida es que te asaltan deseos de sacar conclusiones, de reconstruir la maquinaria en tu cabeza. De entender por qué para hablar de la magia del cine hay que irse a Cuenca pasando por Valladolid. Lo malo de estar tan segura de que tu tiempo es finito es que sientes una pequeña decepción cuando lo pierdes o lo empleas con quien no te aportará más que unos pases. Nada por aquí, nada por allá.

Lo que Hugo no sabe es que a partir de una edad, que bien podrían ser los cuarenta, conviene centrarse en los buenos libros, los buenos amantes, los verdaderos amigos y el buen vino. Hay que evitar desgastarse con recetas de cocina enrevesadas que nos dejarán la cocina hecha un asco y el estómago en llamas.

Me gustan las buenas historias y a veces no tengo paciencia -ni talento- para sentarme a desmontar todas sus piezas hasta descubrir la que sobra, la que hace un extraño ruido o la que impide que el resto rule con precisión. El tiempo es lo único cierto porque cuando se escapa, esto no es efectismo, tiene el buen gusto de dejarnos un puñado seleccionado de recuerdos. Y eso Scorsese lo sabe y lo maneja, pero contarlo con maestría es otra cosa.