Psicosis

¿Uno describe lo que ve o ve lo que describe?

Con las gafas me siento más inteligente“, aseguró anoche Minichuki, que estrenaba condición gafapastera,  con esa solemnidad suya que precede a pegarle un balonazo a la luz del baño y cargarse el fluorescente amarillo en mil esquirlas diminutas que presagian que hoy nos ducharemos a oscuras. Con el puro tacto recorriendo un cuerpo que se siente más inteligente cuando escribe, aunque no vea.

Estrenar gafas en la infancia es un alborozo. Una novedad a la altura de estrenar bracketts o escayola. La infancia tiene la capacidad de convertir pequeñas esclavitudes en fiestas que se celebran como la puesta del árbol de Navidad que será este fin de semana, si los dioses y el tiempo no lo impiden.

La versión adulta de la frase de mi hija podría ser el “sin gafas no oigo” que mi querida R. soltó hace unos días, o “sin lavarme los dientes no puedo pensar” que digo yo a menudo. Lo físico nos marca y nos condiciona. El confort de los sentidos permite describir, escribir o pensar, y funciona como los puntos de la acupuntura, a saber: Un pinchazo en uno de los dedos del pie se refleja en el hígado. Un punto cercano a la rodilla bien podrían ser los pulmoes. Y así.

A veces te duele un tobillo porque te duele el corazón. La transferencia de órganos, aparatos y sistemas es una ciencia inexacta y oriental que los del otro lado llamamos azar, seguramente, y no le hacemos demasiado caso. “Cuando desapareces tantas semanas algo pasa”, dice R., y me recomienda un masajista de última generación que sin tocarte te alivia. Yo, mayormente, prefiero que me toquen. La falta de tacto me aleja de la estación como un tren sin billete de vuelta. Tocar es como describir/escribir con las yemas de los dedos. Recorrer la piel como un caligrafista chino que moja el pincel en tinta negra y dispone con suavidad y delicadeza unos trazos perfectos que no admiten repaso ni moviola.

Minichuki aún se deja acariciar/trazar en la intimidad, pero jamás cuando salimos a la calle. Se acabó el ritual de ir de la mano. “Ya soy mayor”, me recuerda cada mañana, y luego refuerza su argumento con un “vale, mamá, los Reyes son los Padres, pero Papá Noel, no, ¿verdad?”. Los padres, un buen día, nos quedamos huérfanos de mano en una acera. Como si al quitarnos los bracketts, la escayola, dientes y brazo no encontraran su acomodo y hubiera que hacer rehabilitación. Entonces sales a la calle y vas del brazo de tus amigos, de tu madre, de tu hermana, y el sucedáneo se parece pero no es. Y describes para alterar la realidad con palabras certeras. Y está bien.

Lo dejo ya. Debo ducharme a oscuras y será un experimento. Incluso podría escribir un relato donde una mujer palpa rincones y objetos que sólo reconoce con luz, y descubre que hay relidades insólitas que se ocultan en el fundido en negro. Y al salir se clava un cristal diminuto en la zona del pie que conecta con el páncreas y le duele. Y segrega una ola de insulina. Un chute punzante y agrio que le lleva a describir/escribir la herida como un despertar rojo y resbaladizo sobre las losetas blancas. Inmaculadas hasta que se haga la luz. Si se hace…